ON THE ROAD, JACK KEROUAC

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Viajar es más importante que vivir”,

rezaba un proverbio árabe, y lo cierto es que Jack Kerouac cumplió con esta máxima pues su vida fue tan breve como abundosa en viajes: siempre ligero de equipaje y ávido de experiencias.

Los hijos de la América fangosa y brillante, los generosos, locos, alegres, melancólicos, desharrapados salieron a patearse el mundo en esta novela autobiográfica, o diario novelado. Kerouac, con el pseudónimo de Sal Paradise, nos lo cuenta de primera mano.

Me cae bien Sal, por muchas travesuras, juergas y peripecias que cuenta no deja de ser inocente. Un niño inocente que sale a la carretera con efervescente alegría y cuenta lo que ve. Subrayamos que es en la carretera (también en trenes, haciendo autostop, a pie…), traducción menos poética que “En el camino”, pero más concisa. Sal no sólo va haciendo un camino (al andar) sino que, sobre todo, va descubriendo los caminos ya hechos e inexplorados por él; carreteras, ferrocarriles y veredas por los que discurre ese mundo industrial, competitivo y extraño del que trata de huir sin salir de él.

También me cae bien Dean, Neal Cassady en la realidad, aunque su torrencial energía parece incomprensible e ingobernable. Igual que Jim Morrison, estaba poseído por un genio enloquecido y vibrante, abrasado por la vida. Incapaz de permanecer quieto ante los infinitos destellos de aquella, es el constante temblor de la naturaleza devorándose a sí misma: inagotable, indefinido, siempre cambiante, eufórico. Un tipo insoportable, simpático, enorme. Antes he dicho que Dean es su apodo-pseudónimo en esta historia, y Neal el personaje real. Pero cuánto más inverosímil, ficticio e imaginario fue este hombre de carne y hueso que su personaje novelado. Pueden leerse el libro (si no lo hicieron ya) y darme su opinión. A veces resulta un perfecto miserable egoísta, pero en el fondo no es mal tipo. Y tiene una personalidad carismática.

Por eso Sal sigue siendo su amigo a pesar de las perrerías, los abandonos, las espantás de Dean. Porque sabe que no hay nadie como ese loco en la marea de gente anodina que pasa sin hacer ruido, sin pena ni gloria, por los andenes y sendas polvorientas del mundo.

 

Con la aparición de Dean Moriarty empezó la parte de mi vida que podría llamarse mi vida en la carretera. Antes de eso había fantaseado con cierta frecuencia en ir al Oeste para ver el país, siempre planeándolo vagamente y sin llevarlo a cabo nunca.

Dean es el tipo perfecto para la carretera porque de hecho había nacido en la carretera, cuando sus padres pasaban por Salt Lake City, en un viejo trasto, camino de Los Angeles. Las primeras noticias suyas me llegaron a través de Chad King, que me enseñó unas cuantas cartas que Dean había escrito desde un reformatorio de Nuevo México. Las cartas me interesaron tremendamente porque en ellas, y de modo ingenuo y simpático, le pedía a Chad que le enseñara todo lo posible sobre Nietzsche y las demás cosas maravillosamente intelectuales que Chad sabía. En cierta ocasión, Carlo y yo hablamos de las cartas y nos preguntamos si llegaríamos a conocer alguna vez al extraño Dean Moriarty. Todo esto era hace muchísimo, cuando Dean no era del modo en que es hoy, cuando era un joven taleguero nimbado de misterio. Luego, llegaron noticias de que Dean había salido del reformatorio y se dirigía a Nueva York por primera vez; también se decía que se acababa de casar con una chica llamada Marylou. […]

 “En aquellos días de hecho [Dean] jamás sabía de lo que estaba hablando; es decir, era un joven taleguero colgado de las maravillosas posibilidades de convertirse en un intelectual de verdad, y le gustaba hablar con el tono y usar las palabras, aunque lo liara todo, que suponía propias de los «intelectuales de verdad»” (On the Road, página 1).

 

En las poéticas narraciones que se van cruzando hay viajes en 5ª clase, de extrangis, en el vagón de un tren de carga, gélidos periplos en el cajón de un camión…  Pero también juergas, chicas, más chicas, jazz, miseria, locura… Allí, en la hirviente carretera estaba la vida y Sal fue a buscarla sin dudar, sin un céntimo, cantando.

Este libro es un homenaje al aventurero que hay en cada uno de nosotros (si lo hay). La evocadora y lírica prosa de Kerouac pinta la épica de los grandes espacios abiertos, hermosos y amenazadores, de Norteamérica y México. Nos descubre personajes irrepetibles, situaciones grotescas, divertidas, tristes. Ante todo nos habla del pulsante, pujante, y a veces delirante impulso que hace que mucha gente salga de sí misma, de su medio seguro y conocido y se interne en las azarosas sendas que unen mares distantes a través de mil caminos.

Años después de estas correrías de Jack, Neal, y demás compadres beat, se oyó una voz de libertad en san Francisco. Y era una voz tan nítida, jovial y entusiasta que primero cientos y luego miles de mocitas y jovenzuelos americanos la oyeron y acudieron sin dudar a su llamada. La primavera llegó a cabelleras y vestidos cubriéndolos de flores y alegría, crecieron las pelambres como en un feraz jardín anárquico… Los flamantes hippies estrecharon relaciones entre sí, y también estrecharon lazos con la naturaleza, especialmente con su dimensión vegetal y fumada. Los campos usanos, los caminos y los parques se llenaron de estos simpáticos jóvenes, sobre todo cuando andaban cerca Jimi Hendrix, Jefferson Airplane y tantos otros chamanes de la tribu. Ya conocen ustedes la historia.

Y el estirado burgués medio, mal que bien, se acostumbró a esta caterva pacífica y risueña. Pero eso fue en los sesenta. Las peripecias que narra Jack Kerouac datan de finales de los años cuarenta. Todavía el panorama era muy gris, Estados Unidos acababa de salir de la peor guerra de la historia y no se avistaban aún muchas flores en los vestidos. Así que la conducta de los primeros beats era una notoria anomalía. Estos poetas del jazz, el amor libre, el surrealismo y el zen huían como la peste del modelo wasp (white, anglosaxon, protestant). Se encontraban a gusto entre los negros, su música y su bullicio, no se encerraban en barreras mentales ni étnicas y volaban religiosamente por su cuenta bebiendo apresuradamente en los hontanares orientales o escapando de toda creencia con igual entusiasmo.

A su manera atolondrada e inconexa los beats manejaban ideas, pensaban y dirigían su mazo contra los temblequeantes pilares de lo establecido. Siempre fueron pocos y mal comprendidos, como sucede con muchos grupos. Aunque hay quien discute, incluso, que fueran un grupo como tal. En el blog Alma en las palabras, su autor es categórico en un post llamado: El invento de la generación beat, glosando un libro de Jean-François Duval llamado Kerouac y la generación beat. En él se realiza un metódico análisis y escrutinio de aquellos señores tan peculiares que cambiaron el modo de ver las cosas de sus contemporáneos y el nuestro, si nos dejamos.

Y de esa obra extrae el autor del blog citado una frase significativa. La dijo Allen Ginsberg en una entrevista de 1994, el cincuenta aniversario de la generación beat:

Nunca ha existido ningún ‘movimiento beat’. Simplemente hace cincuenta años que conocí a Burroughs y a Kerouac”.

Pues si lo dijo él que andaba en el meollo del asunto… En cualquier caso, aquellas eran gentes especiales, y su modo de enfrentarse al vivir también era distinto. En este On the road, o En el camino si queremos, salen retratados en un álbum de fotos con las pastas de colores y el fondo de las láminas de un tono difuso, hecho del mismo material que los sueños, las esperanzas, la imaginación y la locura.

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