Este es el ultimo libro de Peter Kingsley. No sabemos si escribirá más. No sabemos muchas cosas. En especial sobre nuestro pasado, al que ha dedicado su vida y obra este buceador infatigable de los abismos. El pasado, que parece algo cerrado, concluido, nos depara, no obstante, muchas sorpresas. Nuestro futuro, y nuestro presente, dependen de él. Como nos ha mostrado Kingsley hasta la saciedad, a menudo los eruditos proyectan sus prejuicios (no solo su ignorancia) sobre el pasado. Y entonces urge escuchar con la máxima atención la voz de los antiguos, su propia voz (que es la nuestra).
En este último libro, al menos de momento, el autor inglés nos habla de sus búsquedas, y de su propio pasado personal, lo cual siempre es arduo. Es este un libro desafiante (aún más que los anteriores suyos), precisamente por ser el más personal. Quizá no exige ser creído pero sí, al menos, ser escuchado con plena atención y respeto. Lo cual requiere importantes dosis de humildad. Yo no tengo la suficiente humildad pero aun así lo he leído (la vida es corta), pues para mí era capital hacerlo, trasegadas ya las demás páginas del filólogo, historiador y filósofo inglés. Hay libros que, aunque uno no pueda leer, debe leer.
¿A qué tanta prevención?, dirá el sufrido lector de estas razones. Porque en la obra que hoy me trae por aquí se cuentan hechos imposibles, que escapan del marco de cuanto es razonable, sensato. Lo razonable, hasta para las personas religiosas, es no creer en según qué cosas, sino guardar una sana distancia. Lo cual no me parece mal en absoluto, de hecho una de las ventajas que trae el escepticismo es la cantidad de personas que aleja de ciertas prácticas ocultistas de consecuencias nefastas para su salud mental. El escepticismo es, en su origen etimológico, duda, prudencia, no negación pura y simple de algo, como ha terminado significando de forma predominante.
Pero… Pero para ciertas gentes un poco locas (o mucho) entre quienes me cuento, la realidad, aunque lo razonable pueda ser útil, supera de forma infinita lo razonable, lo útil, sensato, medible, lo que cabe en nuestro entendimiento humano. Quizá por eso acojo todo lo que narra Kingsley como posible, dentro de la lógica desmesurada, tempestuosa, mágica, sin límites, de lo real.
Las palabras usuales, los actos usuales, son aguas que no calman la sed, sino que la agravan. Solo las palabras originarias, que llevan en sí el origen, pueden calmar nuestra interminable sed. Son las palabras, las aguas, que atesora cada tradición, llenas de fango, piedras, ramas y todo tipo de residuos que deben filtrarse y decantarse para recobrar su pureza. Dejar a un lado las palabras que nos hablan de enemigos, guerras, intereses de tribu, ritos propiciatorios para que Dios sea indulgente con nosotros y vengativo con los otros. Quedarnos con la esencia que puede ofrecerse a cualquiera. Como cualquier río limpio del mundo (si queda alguno) entrega sus aguas a quien llega a sus orillas, sin preguntar de dónde viene. Las palabras más verdaderas son las más enigmáticas, y al mismo tiempo las más simples. Las flechas de amor que se clavan en el corazón de un pueblo, y al mismo tiempo las más universales. Las que son tan bellas y certeras que duelen.
Kingsley nos ofrece un alegato del dolor como lanzadera hacia el conocimiento profundo y la sabiduría. Hemos de desconfiar de las enseñanzas luminosas, descremadas e impolutas propias de la Nueva Era. El verdadero conocimiento es doloroso, incómodo, recorre angustiosos senderos en la sombra. Repasando las ordalías que ha tenido que superar el escritor inglés, que casi le cuestan la vida en más de una ocasión, uno se acuerda enseguida de la enfermedad chamánica. Esa que el futuro chamán, el futuro hombre medicina, o mujer medicina, ha de superar para poder después sanarse a sí mismo y a los demás. Solo quien está, o ha estado, herido puede curar el cuerpo y el alma.
Por eso hay dolor en el mundo, porque es la verdadera palanca, la lanzadera espacial que nos impulsa, desde la oscuridad, el dolor y la soledad, a las estrellas. Desde este enfoque, el autor reconoce, pues lo ha vivido muchas veces, el potencial transformador y espiritual que hay en la depresión. En lo cual coincide plenamente con los profesionales de la llamada psicología transpersonal (cajón de sastre en el que hay gente seria: Grof, Manuel Almendro, Assagioli, Vaugham…).
Hay una vindicación del dolor, del reconocer nuestro quebrantamiento, la ruptura que es nuestra vida, que resuena con el cristianismo, el dolor es el combustible que permite la metanoia, la transformación interna. Aunque Kingsley defiende también el mensaje olvidado y perseguido de los cristianos gnósticos, más cerca de la experiencia iniciática que de la fe, aunque no tienen porqué excluirse entre sí. Acude a mi memoria el recuerdo de los valentinianos, aquellos gnósticos que trataban de aunar e integrar ambos caminos. Pues asistían a los sacramentos de los cristianos más “ortodoxos” desde el punto de vista actual, al tiempo que mantenían sus propias ideas religiosas y sus rituales místicos, considerando que estos se adentraban más profundamente en el interior.
A book of life es, entre otras cosas, un libro sobre la vida de Kingsley, lleno de recuerdos de experiencias muy particulares, visiones, sueños… Y es también un libro de La Vida, de forma que ambas (la vida de Kingsley como La Vida universal) se tejen en una madeja inextricable, de cariz profético, revelador.
El hilo que entrelaza los acontecimientos, vivencias e intuiciones narrados tiene que ver con que nuestra civilización occidental, el mundo mental y emotivo que habitamos, se ha terminado (ya lo dijimos al comentar Catafalque). No es que el fin se aproxime, es que ya fue. Toca hacer las maletas pues el viaje se aproxima. El problema es que no sabemos adónde nos lleva tal viaje. La respuesta, sin embargo, no podemos encontrarla preguntando a los próceres y políticos, tan extraviados como nosotros, ni en ninguna autoridad exterior. La respuesta está, para nosotros, en las raíces griegas e iniciáticas de nuestra cultura, eso comentó a Kingsley un nativo americano, muy consciente de este tránsito (porque considera que su tradición tiene pendiente justo lo mismo, volver a las raíces). La respuesta está en aquellos fundadores (Pitágoras, Parménides, Empédocles…), yace en los “oscuros lugares” de los que nos hablaba Kingsley en uno de sus primeros libros. Esa oscuridad de la cual surgieron las luminarias de nuestra cultura, que hicieron posible la ciencia, la tecnología, la existencia de nuestros móviles, ordenadores… Esa oscuridad que está dentro de cada uno de nosotros, ese reino al que nadie quiere ir donde se esconden los tesoros de la justicia, la verdad y la eternidad.