
Regreso después de varios meses, a salvo aún del famoso virus. No sé si incólume del todo ante los cambios aceleradísimos que esta pandemia está obrando en el mundo, sin dejarle a uno resuello para sentarse y pensar qué está, de verdad, pasando (pues hay una pandemia de virus y otra de miedo). Eso lo dejamos para el caletre de cada lector. Precisamente un amable lector me propuso dedicar entradas de este blog a los libros que más me hubieran influido. Realmente cada uno de los aquí comentados en estos años me han influido de alguna manera. Pero este del que vengo a hablar hoy fue el despertar de muchas búsquedas, desvelos, la mecha que encendió momentos de felicidad imposibles de ser explicados, y otros de desolación intensa. Que esa y no otra es la suerte de quien se interna por ciertos caminos, cualquier cosa menos cómodos, aunque sea como yo por sus veredas más externas y menos feraces (y feroces), de momento.
Sánchez Dragó, aparte de ser propenso a la esgrima dialéctica, como al épater les bien-pensants (que tienen por sinónimos “hipócritas”, “conformistas”, etc.), es una de las personas que mejor escribe en España. Resulta de lo más difícil estar de acuerdo con él en todo, ¿pero a quién se le ocurre tan aburrido pasatiempo? Ya es bastante que cada uno de nosotros concuerde en algo consigo mismo, tarea verdaderamente ardua. Sin embargo, debo decir que coincido con este señor en muchas más cosas de las que disiento. Sobre todo en dos muy importantes: el amor por la literatura, y la exploración de los confines misteriosos del alma y el mundo (que suelen ser los mismos).
Supe del escritor madrileño de crianza, soriano de adopción, y viajero al estilo del viejo adagio árabe (“es más importante viajar que vivir”) cuando lo vi presentar Negro sobre blanco. Un extraordinario programa de libros, donde se entrevistaba a escritores y brotaba el debate e intercambio de ideas. Un programa televisivo a la antigua, dicho sea desde la admiración (y el desdoro para la mayor parte de lo que vomita hoy la caja tonta).
Por aquella época vi en un centro comercial su Carta de Jesús al Papa, y su contraportada atrajo mi interés prometiendo polémica, y quién sabe si ideas, opiniones, datos, sustancia en suma. Mi precaria economía de estudiante (cursaba entonces tercero de filosofía, si no recuerdo mal) me detuvo cuando quise comprarlo, pero en una de mis muy asiduas visitas a la biblioteca me hice con un ejemplar en préstamo.
Nada más abrir el libro se topaba uno con las frases que lo anteceden y preparan al lector para lo que viene. Me impactaron de un modo especial estas dos citas:
“No creas en nada simplemente porque lo diga la tradición, ni siquiera aunque muchas generaciones de personas nacidas en muchos lugares hayan creído en ello durante muchos siglos. No creas en nada por el simple hecho de que muchos lo crean o finjan que lo crean. No creas en nada porque así lo hayan creído los sabios de otras épocas. No creas en lo que vuestra propia imaginación os propone cayendo en la trampa de pensar que Dios os lo inspira. No creas en lo que dicen las sagradas escrituras, sólo porque ellas lo digan. No creas a los sacerdotes ni a ningún otro ser humano. Cree únicamente en lo que tu mismo hayas experimentado, verificado y aceptado después de someterlo al dictamen del discernimiento y a la voz de la conciencia.”
Se atribuye este pensamiento a Buda, o a un representante de su escuela, pero resulta indiferente la autoría de estas palabras, más vale quedarse con el fondo, y la dirección, de las mismas.
La otra, de Joseph Campbell, mitólogo estadounidense:
“Estoy de acuerdo con quienes dicen que la religión es una mala interpretación de la mitología. Y esa mala interpretación consiste en atribuir referencias históricas a símbolos que, hablando con propiedad, son espirituales”.
Muy intrigante.
Palabras como estas estimularon mi apasionado estudio e investigación de los gnósticos, a los que tuve por místicos de mayor alcance que los defensores de la letra de la ley (religiosa). Hasta que supe (o creí saber) que Jesús fue también gnóstico, y los Padres de la Iglesia, y toda figura religiosa o espiritual de relieve (si tomamos “gnóstico” en su acepción más general de “conocedor”). También fui comprendiendo que Campbell y otros estudiosos se quedó a medio camino en cierto modo. Pues el resplandor de lo sagrado no subyace en un nivel espiritual extraño a lo histórico y lo corpóreo, sino que abarca todas las manifestaciones de lo real. Que el símbolo sagrado (Jesús lo es) resulta encarnación sensible, física, de una realidad que integra el conocimiento en todas sus vertientes, y cuyas raíces se pierden de vista, pues invisible es su fuente, que en último término es ilimitada.
Este libro, tan excesivo, intenso, (no tan extenso), e incisivo como su autor, me atrapó en una época de dudas existenciales, bogando en el mar del agnosticismo, a merced de terribles olas y tormentas. Ante la historia de Jesús narrada en los evangelios me debatía entre dos posturas, abrazarla desde una fe que no pone pegas ni reparos a nada, o interpretar aquello como unos hechos más o menos fidedignos sobre un profeta judío adornados con supuestos hechos sobrenaturales por la Iglesia y los creyentes cristianos. No parecía vislumbrar entonces otra vía, mucho más sencilla, inesquivable, infinita: que esa historia de hace dos mil años hablara en realidad de mí mismo, de lo más importante, misterioso, inefable, profundo, que hay en mí. Y, al margen de los dimes y diretes, las críticas a la Iglesia (muy fundadas y pertinentes la mayoría), o las opiniones del autor, ese fue el más importante y duradero efecto que tuvo sobre mí la lectura de este libro. No es poca cosa.
Igual que en el caso de Dragó, a pesar de las apariencias, tampoco la Iglesia es mi enemiga, sino la Madre con la que me reconcilié hace ya tiempo. Aunque no asista a sus oficios religiosos, aunque albergue ideas que me hagan un hereje a sus ojos, y si fueran otros tiempos pudieran quemarme. Esos tiempos pasaron, hubo mucho de política en todo aquello también. Y hasta lo sublime queda, en manos de los hombres, al albur de sombras y luces. Estamos en 2021. No soy de bandos, no soy de etiquetas ni de grupos. Pero cuando dudo sobre cuál será, aun así, el mío vuelvo la vista a los misioneros, a la entrega de los fieles de bien hacia su comunidad, algunos de los cuales conozco y aprecio. Y a todos los cristianos que persiguen, maltratan y asesinan por sus creencias año tras año. No tengo duda entonces de que esos son los míos. Aunque haya ideas y creencias que nos separen, es la misma estrella polar la que nos da norte y guía al final.
Dragó me animó a estudiar la tradición hindú, en ello estamos. Si algún efecto ha tenido esa incursión en los senderos sagrados de oriente ha sido dejar de lado las baratijas de la New Age y regresar a la doctrina cristiana, manantial mucho más hondo. El hinduismo, sus principios más altos, la refinada sublimación del Vedanta, ayuda a recordar la profundidad que teníamos descuidada, ayuda a respetar las raíces (lea quien quiera comprobarlo a Ananda Coomaraswamy, por ejemplo sus Artículos selectos de metafísica).
¿Qué podría decirle al señor Dragó? Ya le escribió una respuesta Javier Sanz, muy bien escrita por cierto. No soy tan escéptico yo como Sanz, por razones que no viene al caso comentar (decía Salvador Pániker que sentía más pudor de hablar sobre sus experiencias místicas que sobre las sexuales. Suscribo). Me limitaría a darle las gracias por haber despertado con este libro (y con los demás suyos) un vivo e irrefrenable interés en la espiritualidad entendida como un asomarse asombrado más allá de los límites de lo aparente, un peregrinaje, una aventura vital que no sabe uno adónde le lleva. Y en eso último reside lo más importante. Decía Guénon que el hombre moderno ha reducido la realidad a los límites de su propio pensamiento, y por ello ignora la grandeza e infinitud de cuanto los supera. Me parece que no hay vida digna de ser vivida sin un reconocimiento profundo de cuanto nos supera. Tanto si uno piensa en la mera realidad física, la inmensidad de lo natural, el universo con sus millones de millones de estrellas y sus insondables misterios, como si uno, como servidor, se detiene atónito ante un misterio invisible, impensable, inimaginable, sin límites, infinito. A ese misterio que, sea lo que sea, constituye lo que de verdad somos, lo que de verdad nos acompaña en las rutinas diarias, en los gozos y las sombras, está dedicada esta entrada.