A book of life, Peter Kingsley

Este es el ultimo libro de Peter Kingsley. No sabemos si escribirá más. No sabemos muchas cosas. En especial sobre nuestro pasado, al que ha dedicado su vida y obra este buceador infatigable de los abismos. El pasado, que parece algo cerrado, concluido, nos depara, no obstante, muchas sorpresas. Nuestro futuro, y nuestro presente, dependen de él. Como nos ha mostrado Kingsley hasta la saciedad, a menudo los eruditos proyectan sus prejuicios (no solo su ignorancia) sobre el pasado. Y entonces urge escuchar con la máxima atención la voz de los antiguos, su propia voz (que es la nuestra).

En este último libro, al menos de momento, el autor inglés nos habla de sus búsquedas, y de su propio pasado personal, lo cual siempre es arduo. Es este un libro desafiante (aún más que los anteriores suyos), precisamente por ser el más personal. Quizá no exige ser creído pero sí, al menos, ser escuchado con plena atención y respeto. Lo cual requiere importantes dosis de humildad. Yo no tengo la suficiente humildad pero aun así lo he leído (la vida es corta), pues para mí era capital hacerlo, trasegadas ya las demás páginas del filólogo, historiador y filósofo inglés. Hay libros que, aunque uno no pueda leer, debe leer.

¿A qué tanta prevención?, dirá el sufrido lector de estas razones. Porque en la obra que hoy me trae por aquí se cuentan hechos imposibles, que escapan del marco de cuanto es razonable, sensato. Lo razonable, hasta para las personas religiosas, es no creer en según qué cosas, sino guardar una sana distancia. Lo cual no me parece mal en absoluto, de hecho una de las ventajas que trae el escepticismo es la cantidad de personas que aleja de ciertas prácticas ocultistas de consecuencias nefastas para su salud mental. El escepticismo es, en su origen etimológico, duda, prudencia, no negación pura y simple de algo, como ha terminado significando de forma predominante. 

Pero… Pero para ciertas gentes un poco locas (o mucho) entre quienes me cuento, la realidad, aunque lo razonable pueda ser útil, supera de forma infinita lo razonable, lo útil, sensato, medible, lo que cabe en nuestro entendimiento humano. Quizá por eso acojo todo lo que narra Kingsley como posible, dentro de la lógica desmesurada, tempestuosa, mágica, sin límites, de lo real.

Las palabras usuales, los actos usuales, son aguas que no calman la sed, sino que la agravan. Solo las palabras originarias, que llevan en sí el origen, pueden calmar nuestra interminable sed. Son las palabras, las aguas, que atesora cada tradición, llenas de fango, piedras, ramas y todo tipo de residuos que deben filtrarse y decantarse para recobrar su pureza. Dejar a un lado las palabras que nos hablan de enemigos, guerras, intereses de tribu, ritos propiciatorios para que Dios sea indulgente con nosotros y vengativo con los otros. Quedarnos con la esencia que puede ofrecerse a cualquiera. Como cualquier río limpio del mundo (si queda alguno) entrega sus aguas a quien llega a sus orillas, sin preguntar de dónde viene. Las palabras más verdaderas son las más enigmáticas, y al mismo tiempo las más simples. Las flechas de amor que se clavan en el corazón de un pueblo, y al mismo tiempo las más universales. Las que son tan bellas y certeras que duelen.

Kingsley nos ofrece un alegato del dolor como lanzadera hacia el conocimiento profundo y la sabiduría. Hemos de desconfiar de las enseñanzas luminosas, descremadas e impolutas propias de la Nueva Era. El verdadero conocimiento es doloroso, incómodo, recorre angustiosos senderos en la sombra. Repasando las ordalías que ha tenido que superar el escritor inglés, que casi le cuestan la vida en más de una ocasión, uno se acuerda enseguida de la enfermedad chamánica. Esa que el futuro chamán, el futuro hombre medicina, o mujer medicina, ha de superar para poder después sanarse a sí mismo y a los demás. Solo quien está, o ha estado, herido puede curar el cuerpo y el alma.

Por eso hay dolor en el mundo, porque es la verdadera palanca, la lanzadera espacial que nos impulsa, desde la oscuridad, el dolor y la soledad, a las estrellas. Desde este enfoque, el autor reconoce, pues lo ha vivido muchas veces, el potencial transformador y espiritual que hay en la depresión. En lo cual coincide plenamente con los profesionales de la llamada psicología transpersonal (cajón de sastre en el que hay gente seria: Grof, Manuel Almendro, Assagioli, Vaugham…).

Hay una vindicación del dolor, del reconocer nuestro quebrantamiento, la ruptura que es nuestra vida, que resuena con el cristianismo, el dolor es el combustible que permite la metanoia, la transformación interna. Aunque Kingsley defiende también el mensaje olvidado y perseguido de los cristianos gnósticos, más cerca de la experiencia iniciática que de la fe, aunque no tienen porqué excluirse entre sí. Acude a mi memoria el recuerdo de los valentinianos, aquellos gnósticos que trataban de aunar e integrar ambos caminos. Pues asistían a los sacramentos de los cristianos más “ortodoxos” desde el punto de vista actual, al tiempo que mantenían sus propias ideas religiosas y sus rituales místicos, considerando que estos se adentraban más profundamente en el interior.

A book of life es, entre otras cosas, un libro sobre la vida de Kingsley, lleno de recuerdos de experiencias muy particulares, visiones, sueños… Y es también un libro de La Vida, de forma que ambas (la vida de Kingsley como La Vida universal) se tejen en una madeja inextricable, de cariz profético, revelador.

El hilo que entrelaza los acontecimientos, vivencias e intuiciones narrados tiene que ver con que nuestra civilización occidental, el mundo mental y emotivo que habitamos, se ha terminado (ya lo dijimos al comentar Catafalque). No es que el fin se aproxime, es que ya fue. Toca hacer las maletas pues el viaje se aproxima. El problema es que no sabemos adónde nos lleva tal viaje. La respuesta, sin embargo, no podemos encontrarla preguntando a los próceres y políticos, tan extraviados como nosotros, ni en ninguna autoridad exterior. La respuesta está, para nosotros, en las raíces griegas e iniciáticas de nuestra cultura, eso comentó a Kingsley un nativo americano, muy consciente de este tránsito (porque considera que su tradición tiene pendiente justo lo mismo, volver a las raíces). La respuesta está en aquellos fundadores (Pitágoras, Parménides, Empédocles…), yace en los “oscuros lugares” de los que nos hablaba Kingsley en uno de sus primeros libros. Esa oscuridad de la cual surgieron las luminarias de nuestra cultura, que hicieron posible la ciencia, la tecnología, la existencia de nuestros móviles, ordenadores… Esa oscuridad que está dentro de cada uno de nosotros, ese reino al que nadie quiere ir donde se esconden los tesoros de la justicia, la verdad y la eternidad.

Catafalque, Peter Kingsley

Este solemne catafalco está armado para las exequias de nuestra civilización occidental, que ha muerto (para Kingsley no es que se esté muriendo, es que ya murió).

Entre otras muchas cosas, tal obra monumental recupera un Jüng más aproximado al real (uno lo ve a menudo respirando y caminando por estas páginas, es el gran protagonista de este provocador libro). Un ser más extraño, selvático, indómito, generoso y humilde hasta el dolor… Un profeta que quizá nunca será tenido por tal porque occidente ya no escucha a los profetas, no los ve, ni los espera. Nos sale al encuentro, digo, aquel Jüng que se podía entrever en Recuerdos, sueños, pensamientos, donde hay más lugar para confesiones, confidencias, y revelaciones. El problema es que incluso ese Jüng fue manipulado, limadas las garras, espolones y el pico del águila para que no desgarre ni despedace a quien se aproxime a ella, sino que disfrute de un agradable paseo en un zoológico donde no hay lugar para lo salvaje, vale decir, para la vida.

Y Kingsley es capaz de convencer a sus lectores de esto con la acostumbrada profusión de notas a pie de página corregida y aumentada. Hasta el punto de que Catafalque es un libro en dos volúmenes (de más de cuatrocientas páginas cada uno), y el segundo está dedicado exclusivamente a las largas anotaciones y bibliografía específica de cada pasaje. Kingsley puede ser un místico, pero un místico que trabaja de forma terrenal, y mucho, cada una de sus piezas, en las que se aúnan las intuiciones luminosas con el rigor. Sin duda alguna es un personaje de otra época, de la Antigüedad, del Renacimiento… Y, a pesar de tener una legión de fieles, no creo que sus contemporáneos lleguemos a rozar siquiera un atisbo de aquello que sus palabras evocan. Para ello es necesario algo demasiado exigente para nosotros, un compromiso completo, definitivo, con lo real, con lo más profundo que alienta en lo real. Pero no es culpa nuestra, solo es que no hemos sido adiestrados para reconocer los diamantes entre los guijarros del desierto. Solo vemos un confuso brillo en nuestra ardiente e interminable marcha sin rumbo.

A story waiting to pierce you, de Peter Kingsley

Una historia que espera para punzarte. En este libro (sin traducción castellana aún) Peter Kingsley insiste en algo recurrente en su obra: la civilización occidental no es un árbol orgulloso y único que apenas debe algunas ramitas y hojas a civilizaciones anteriores. Sino un renuevo de un viejo árbol por el que circula la misma savia por ramas más antiguas que se extienden al oriente, y al norte.

Como uno de los hilos conductores de esta historia, porque es como un cuento ancestral comentado y ampliado con datos históricos y filosóficos, tenemos el encuentro de enorme importancia simbólica entre Abaris y Pitágoras. Dos figuras enigmáticas, quizá legendarias. Sabemos por el propio Kingsley (En los oscuros lugares del saber) que hasta cierto momento, hasta Heródoto, los griegos no eran tan cuidadosos a la hora de separar lo histórico de lo legendario. Porque sabían que en la leyenda, en el mito, subyacen conocimientos valiosos (mapas del tesoro encriptados) que la historia no transmite. Así que ese mítico encuentro del sabio hiperbóreo, cuyo reino estaría en la actual Mongolia, y el filósofo griego representa la recepción de una sabiduría oriental por parte de occidente. Ocurre además de un modo muy concreto, con la flecha que entrega Abaris a Pitágoras.

Nos dice el autor inglés en sus libros que la fuente del saber de varios sabios antiguos no fue la racionalidad sino un estado de conciencia distinto de la vigilia y del sueño al que se accede en la quietud. Se habla de las prolongadas estancias de Pitágoras en una cueva, también del ritual de la incubación que practicaría Parménides como sacerdote de Apolo Oulios, o de la técnica de meditación que desarrolló Empédocles, que consiste, esta última, en prestar atención completa a lo que percibe cada uno de nuestros sentidos en un momento determinado. Esa flecha hiperbórea simboliza, por tanto, la entrada de la tradición chamánica en las tierras del poniente. Lo cual fue clave para sembrar la tradición occidental.

Por supuesto, nos han educado para que demos un respingo ante tal sarta de “disparates”. ¿Cómo pudieron unos atrasados chamanes aportar algo a la gloriosa e ilustrada cultura griega? No es misión de este menudo y humilde comentario tratar de convencer a nadie al respecto. Ahí están los libros del filólogo y filósofo inglés, con su bibliografía, sus notas… Y sus indicios. Siga esas pistas, o ignórelas, cada cual a su gusto. Desde mi punto de vista, una vez que he leído todos sus libros (y varios de sus artículos), no puedo dejar de ver que su obra nos habla de nuestras raíces de un modo muy poderoso, al tiempo que nos interpela sobre nuestro presente y futuro como pocos autores lo hacen en la actualidad.

Porque, según afirma el autor, esta vieja rama occidental de tan frondoso árbol se seca a toda velocidad, a la espera de un injerto. Un injerto con el que recupere la circulación, el sentido y sabor de su savia. Sabiduría viene de “sabor”, saber es degustar, vivir, lo que se conoce. Recordamos la técnica empedoclea de meditación, para la que los sentidos, más que alejarnos del conocimiento, como afirmaba Platón, nos introducen de lleno en él, nos sumergen en la olvidada realidad. Vivimos cada uno en nuestro mundo particular, como afirmaba Heráclito, en el mundo creado por nuestra mente, nuestros pensamientos. Y, precisamente, pararnos a saborear lo que comemos, a observar con plena conciencia lo que estamos viendo, captar cada detalle de lo que oímos, de nuestras sensaciones corporales de tacto y gusto, es lo que nos hace salir de ese mundo ilusorio para regresar a lo real. Para regresar a nosotros mismos. Conócete a ti mismo. Sí, pero ¿cómo? ¿Pensando? El pensamiento es útil, pero tiene una utilidad muy especial, es un instrumento, no el protagonista absoluto de lo que somos. Antes de pensar conviene asentarse en nuestra presencia, en nuestro mero ser.

La meditación de estos antiguos maestros no tenía como misión ayudarnos a escapar de la realidad (ninguna verdadera meditación busca eso), sino establecernos en ella. Y la realidad circundante nos muestra muchos cambios, uno de los cuales tiene que ver con las migraciones. Vienen miles de inmigrantes a los países prósperos. ¿Y eso es bueno? Unos dirán que es muy bueno; otros dirán que es un desastre, el fin de todo. Cada uno expondrá sus razones. Como ocurre con cada acontecimiento de la historia, será para bien y para mal. Abrirá unos horizontes, cerrará otros. En cualquier caso es como la corriente de un río muy caudaloso que es difícil de cortar con ninguna presa. Así ocurrió con la Antigua Roma, que primero se destruyó a sí misma, y luego fue invadida (es importante retener el orden de cada hecho).

“Y ahora qué será de nosotros sin los bárbaros:

estas gentes podrían haber ofrecido algún tipo de solución,

podrían haber sido nuestra liberación”.

Konstantinos Kavafis, Esperando a los bárbaros

Estos versos del poeta griego los cita Kingsley en la obra que hoy comentamos. Además de hablarnos de aquel misterioso Abaris también nos relata algo de la historia de los mongoles. Cuando conquistaron buena parte de Asia a lomos de sus caballos. Un desastre, un infierno, una pesadilla, se puede considerar tal momento histórico. Y hay buenas razones para ello como los miles de muertos, la destrucción que dejaron a su paso. Pero no solo destruyeron, también sembraron civilización, algo de lo que se ha hablado menos. Guiados por un viento profético, fueron muy conscientes de ello. Pero las coordenadas invisibles que dieron dirección a sus incursiones y viajes son inconcebibles para nosotros, pues solo creemos ya lo que vemos. Precisamente porque hemos olvidado cómo mirar.

El Rey de mi destino. Primera parte, El Infante, Juan B. López Falero

Hay quienes no han conocido a su padre, o ambos progenitores, y marchan por la vida con un desierto dentro de sí. Luego está el caso de quien descubre que aquello que consideraba cierto, indudable, su propio origen, se hunde en oscuras brumas por un paisaje ignoto. Hasta que el falso decorado se agrieta y la inquietante realidad se filtra entre los jirones.

El segundo es el caso del protagonista de esta novela vibrante, intensa; en la que confluyen como dos brazos del mismo río esos misterios de su pasado con la exigente corriente de los días que lo arrastran, sin remisión, en pos de su futuro, en esta primera parte de El rey de mi destino.

El escenario donde se desenvuelven tales trabajos es la Sevilla del Renacimiento, verdadero axis mundi en el que convergen personas de toda condición, desde humildes trabajadores, busconas, hampones, a hidalgos y caballeros bien situados, dotados unos y otros, a veces, de conexiones áureas con lo más granado de la corte. Un verdadero microcosmos en el que confluían mercancías y personas de ambos lados del Atlántico (más tarde incluso del Pacífico), pero también del resto de Europa. La Casa de Contratación movía dineros y destinos como arrastra el viento las hojas otoñales en vuelos a veces inopinados.

En el retablo de los desvelos del protagonista, Hernando, brotan extrañas plantas ante la vista del lector: herejías, luminarias del ingenio humano, y la vida dinámica, pujante (aún no hemos llegado al cinismo desencantado y cansado del Barroco).

La novela está escrita con gran sensibilidad, con pasajes de hondo aliento poético y pensamientos decantados con eficacia y belleza. Como toda novela que refleja con rigor una época expresa el trabajo de documentación del autor, si bien de un modo sutil, pues ese empeño investigador no pesa ni cansa nunca, ni se nota a menos que uno detenga un momento el ritmo de los acontecimientos para fijarse en alguno de los detalles o autores que se nombran.

Tendrá el protagonista buenos aliados, como Alonso, Sebastián, y el anhelo por María, una pasión cuyo fuego aguarda dentro de sí como una constante promesa. Acecharán veladas conspiraciones políticas e intereses que mueven hilos disimulados. Veremos qué nuevas aventuras del sufrido Hernando saldrán al encuentro de quien les preste oído. Las esperamos.

El buen esclavo, Fernando Morales Astola

“El enemigo sólo empieza a ser temible cuando empieza a tener razón”.

Así decía Jacinto Benavente. Y el enemigo, el malo de esta historia, tiene razón a veces, o por lo menos tiene razones para actuar con las que más de uno estaría de acuerdo. No así, quizá, con las terribles acciones criminales. Estarían de acuerdo con el qué pero no con el cómo. Un psicópata, un asesino en serie, puede tener cosas en común con nosotros, como mínimo es humano, aunque nos pese, aunque resulte a veces inconcebible que ciertos sujetos puedan pertenecer a la misma especie que uno. Que entre en el mismo conjunto de los respetables ciudadanos que se afanan en sus asuntos, pagan impuestos y critican el mal ajeno. Pero… Hay un interesante artículo de Ananda Coomaraswamy, científico y sabio, geólogo y místico, que se llama “¿Quién es el demonio, y dónde está el infierno?”. No despejo la incógnita, prefiero dejar que lo haga quien se quiera aventurar en esos renglones (¿torcidos?).

Volvemos a la novela de Fernando Morales, una novela muy pensada, escrita con eficacia y notable calor humano. Desde el principio, el tono es el de un cronista, exacto, perfilado, sin adornos. Pero no frío ni desencarnado, un tono profesional.

Muy curioso el símil entre la digestión y el proceso de investigación que usa el inspector, protagonista de la novela, pues también sirve para el propio desarrollo de la trama que aquí nos ocupa, que va madurando de forma natural. Si bien describe curvas intrincadas, como el laberinto intestinal, cuyos giros sorprenden al lector, lo inquietan, lo preparan para el desenlace. El libro tiene un ritmo muy cinematográfico, dicho sea desde la admiración (porque hay películas y películas…). El cine de estas páginas es buen cine, teñido con la negrura del crimen, de la maldad humana, de la incapacidad de los buenos, o de quienes deberían serlo, para encender la luz y disipar las tinieblas. Al menos por un rato.

En cuanto entra en escena el entrañable inspector próximo a la jubilación uno se sumerge de lleno en la historia por la calidez de sus recuerdos y se va sintiendo intrigado y concernido por el devenir de los sucesos. En la novela hay eficacia, calidez, humanidad, como se dijo más arriba. Es unas veces un duelo, y otras un hallazgo en los que uno se siente acompañado. Me habría resultado muy difícil leer este libro, pues no soy aficionado al género negro, sin estas cualidades del narrador principal. El viejo inspector tiene un talante que resulta familiar, recuerda ciertos ademanes y valores que se van perdiendo, o que quizá nunca estuvieron del todo. Uno capta su honradez, su saber hacer profesional, la minuciosidad de su proceder.

Es un señor que apura el otoño de su oficio, apunto de colgar la gabardina y volverse a la tranquilidad del hogar. Pero no está tranquilo, desde hace años algo no lo deja en paz, y esos fantasmas han escogido volver justo ahora…

Esta novela es un viaje del viejo inspector (y de quien la lee), un camino de expiación, de perfección, un recapitular los hilos sueltos de la existencia, resumiendo y reconfigurando lo que parecía ser la obra de una vida. Para reconciliarse consigo mismo, crecer (y menguar), moldear la estatua que representa esa vida y esa obra. Algo que siempre se está a tiempo de hacer.

Carta de Jesús al Papa, Fernando Sánchez Dragó

Carta de Jesús al Papa: Amazon.es: SANCHEZ DRAGO, Fernando.-: Libros

Regreso después de varios meses, a salvo aún del famoso virus. No sé si incólume del todo ante los cambios aceleradísimos que esta pandemia está obrando en el mundo, sin dejarle a uno resuello para sentarse y pensar qué está, de verdad, pasando (pues hay una pandemia de virus y otra de miedo). Eso lo dejamos para el caletre de cada lector. Precisamente un amable lector me propuso dedicar entradas de este blog a los libros que más me hubieran influido. Realmente cada uno de los aquí comentados en estos años me han influido de alguna manera. Pero este del que vengo a hablar hoy fue el despertar de muchas búsquedas, desvelos, la mecha que encendió momentos de felicidad imposibles de ser explicados, y otros de desolación intensa. Que esa y no otra es la suerte de quien se interna por ciertos caminos, cualquier cosa menos cómodos, aunque sea como yo por sus veredas más externas y menos feraces (y feroces), de momento. 

Sánchez Dragó, aparte de ser propenso a la esgrima dialéctica, como al épater les bien-pensants, es una de las personas que mejor escribe en España. Resulta de lo más difícil estar de acuerdo con él en todo, ¿pero a quién se le ocurre tan aburrido pasatiempo? Ya es bastante que cada uno de nosotros concuerde en algo consigo mismo, tarea verdaderamente ardua. Sin embargo, debo decir que coincido con este señor en muchas más cosas de las que disiento. Sobre todo en dos muy importantes: el amor por la literatura, y la exploración de los confines misteriosos del alma y el mundo (que suelen ser los mismos).

Supe del escritor madrileño de crianza, soriano de adopción, y viajero al estilo del viejo adagio árabe (“es más importante viajar que vivir”) cuando lo vi presentar Negro sobre blanco. Un extraordinario programa de libros, donde se entrevistaba a escritores y brotaba el debate e intercambio de ideas. Un programa televisivo a la antigua, dicho sea desde la admiración (y el desdoro para la mayor parte de lo que vomita hoy la caja tonta).

Por aquella época vi en un centro comercial su Carta de Jesús al Papa, y su contraportada atrajo mi interés prometiendo polémica, y quién sabe si ideas, opiniones, datos, sustancia en suma. Mi precaria economía de estudiante (cursaba entonces tercero de filosofía, si no recuerdo mal) me detuvo cuando quise comprarlo, pero en una de mis muy asiduas visitas a la biblioteca me hice con un ejemplar en préstamo.

Nada más abrir el libro se topaba uno con las frases que lo anteceden y preparan al lector para lo que viene. Me impactaron de un modo especial estas dos citas:

“No creas en nada simplemente porque lo diga la tradición, ni siquiera aunque muchas generaciones de personas nacidas en muchos lugares hayan creído en ello durante muchos siglos. No creas en nada por el simple hecho de que muchos lo crean o finjan que lo crean. No creas en nada porque así lo hayan creído los sabios de otras épocas. No creas en lo que vuestra propia imaginación os propone cayendo en la trampa de pensar que Dios os lo inspira. No creas en lo que dicen las sagradas escrituras, sólo porque ellas lo digan. No creas a los sacerdotes ni a ningún otro ser humano. Cree únicamente en lo que tu mismo hayas experimentado, verificado y aceptado después de someterlo al dictamen del discernimiento y a la voz de la conciencia.”

Se atribuye este pensamiento a Buda, o a un representante de su escuela, pero resulta indiferente la autoría de estas palabras, más vale quedarse con el fondo, y la dirección, de las mismas.

La otra, de Joseph Campbell, mitólogo estadounidense:

“Estoy de acuerdo con quienes dicen que la religión es una mala interpretación de la mitología. Y esa mala interpretación consiste en atribuir referencias históricas a símbolos que, hablando con propiedad, son espirituales”.

Muy intrigante.

Palabras como estas estimularon mi apasionado estudio e investigación de los gnósticos, a los que tuve por místicos de mayor alcance que los defensores de la letra de la ley (religiosa). Hasta que supe (o creí saber) que Jesús fue también gnóstico, y los Padres de la Iglesia, y toda figura religiosa o espiritual de relieve (si tomamos “gnóstico” en su acepción más general de “conocedor”). También fui comprendiendo que Campbell y otros estudiosos se quedó a medio camino en cierto modo. Pues el resplandor de lo sagrado no subyace en un nivel espiritual extraño a lo histórico y lo corpóreo, sino que abarca todas las manifestaciones de lo real. Que el símbolo sagrado (Jesús lo es) resulta encarnación sensible, física, de una realidad que integra el conocimiento en todas sus vertientes, y cuyas raíces se pierden de vista, pues invisible es su fuente, que en último término es ilimitada.

Este libro, tan excesivo, intenso, (no tan extenso), e incisivo como su autor, me atrapó en una época de dudas existenciales, bogando en el mar del agnosticismo, a merced de terribles olas y tormentas. Ante la historia de Jesús narrada en los evangelios me debatía entre dos posturas, abrazarla desde una fe que no pone pegas ni reparos a nada, o interpretar aquello como unos hechos más o menos fidedignos sobre un profeta judío adornados con supuestos hechos sobrenaturales por la Iglesia y los creyentes cristianos. No parecía vislumbrar entonces otra vía, mucho más sencilla, inesquivable, infinita: que esa historia de hace dos mil años hablara en realidad de mí mismo, de lo más importante, misterioso, inefable, profundo, que hay en mí. Y, al margen de los dimes y diretes, las críticas a la Iglesia (muy fundadas y pertinentes muchas de ellas), o las opiniones del autor, ese fue el más importante y duradero efecto que tuvo sobre mí la lectura de este libro. No es poca cosa.

Igual que en el caso de Dragó, a pesar de las apariencias, tampoco la Iglesia es mi enemiga, sino la Madre con la que me reconcilié hace ya tiempo. Aunque no asista a sus oficios religiosos, aunque albergue ideas que me hagan un hereje a sus ojos, y si fueran otros tiempos pudieran quemarme. Esos tiempos pasaron, hubo mucho de política en todo aquello también. Y hasta lo sublime queda, en manos de los hombres, al albur de sombras y luces. Estamos en 2021. No soy de bandos, no soy de etiquetas ni de grupos. Pero cuando dudo sobre cuál será, aun así, el mío vuelvo la vista a los misioneros, a la entrega de los fieles de bien hacia su comunidad, algunos de los cuales conozco y aprecio. Y a todos los cristianos que persiguen, maltratan y asesinan por sus creencias año tras año. No tengo duda entonces de que esos son los míos. Aunque haya ideas y creencias que nos separen, es la misma estrella polar la que nos da norte y guía al final.

Dragó me animó a estudiar la tradición hindú, en ello estamos. Si algún efecto ha tenido esa incursión en los senderos sagrados de oriente ha sido dejar de lado las baratijas de la New Age y regresar a la doctrina cristiana, manantial mucho más hondo. El hinduismo, sus principios más altos, la refinada sublimación del Vedanta, ayuda a recordar la profundidad que teníamos descuidada, ayuda a respetar las raíces (lea quien quiera comprobarlo a Ananda Coomaraswamy, por ejemplo sus Artículos selectos de metafísica).

¿Qué podría decirle al señor Dragó? Ya le escribió una respuesta Javier Sanz, muy bien escrita por cierto. No soy tan escéptico yo como Sanz, por razones que no viene al caso comentar (decía Salvador Pániker que sentía más pudor de hablar sobre sus experiencias místicas que sobre las sexuales. Suscribo). Me limitaría a darle las gracias por haber despertado con este libro (y con los demás suyos) un vivo e irrefrenable interés en la espiritualidad entendida como un asomarse asombrado más allá de los límites de lo aparente, un peregrinaje, una aventura vital que no sabe uno adónde le lleva. Y en eso último reside lo más importante. Decía Guénon que el hombre moderno ha reducido la realidad a los límites de su propio pensamiento, y por ello ignora la grandeza e infinitud de cuanto los supera. Me parece que no hay vida digna de ser vivida sin un reconocimiento profundo de cuanto nos supera. Tanto si uno piensa en la mera realidad física, la inmensidad de lo natural, el universo con sus millones de millones de estrellas y sus insondables misterios, como si uno, como servidor, se detiene atónito ante un misterio invisible, impensable, inimaginable, sin límites, infinito. A ese misterio que, sea lo que sea, constituye lo que de verdad somos, lo que de verdad nos acompaña en las rutinas diarias, en los gozos y las sombras, está dedicada esta entrada.

Los enemigos del comercio I, Antonio Escohotado.

Los enemigos del comercio – Roberto Colom

¿Quién no ha soñado alguna vez con la igualdad universal por la que los pobres del mundo sean liberados de su injusta situación y todo se nivele? También yo tuve anhelos comunistas. Me recuerdo de niño, en la cama, rodeado de oscuridad silenciosa, llorando por los niños pobres y hambrientos, cuya desgraciada vida me hacía sufrir de pena y culpabilidad. ¿Por qué era yo un niño privilegiado que podía comer todos los días, y otros no?

Poco después llegaron las primeras lecciones de historia de la mano de mi maestro, que era de izquierdas. Así tuve noticia de los hermanos Graco y las luchas de los plebeyos contra los patricios por su derecho a la ciudadanía en la República romana. Este maestro, a quien aprecio (aún vive y nos saludamos por la calle con afecto) nos habló de las mediocridades y mezquindades del franquismo, con canción de Asfalto incluida (Capitán Trueno). Y de los Beatles (porque también nos enseñaba inglés) y su revolución del pensamiento establecido. Pasaron los años, y ser de izquierdas no parecía otra cosa que una obligación, como respirar. En la facultad la inmensa mayoría de profesores y alumnos lo éramos. Casi toda la prensa que leíamos, los autores que consultábamos, flotaba todo en esa atmósfera de amniótica seguridad y superioridad moral. La cultura era, y en buena medida sigue siendo, de izquierdas.

Pero había ya grietas en el sistema. Siempre me gustó cuestionar las cosas, y que algo fuera verdad por principio no parecía lo más sensato. Había leído El bosque animado, con su sátira del comunismo en el capítulo “el pueblo pardo”. Ese “inocente” libro, que parece un conjunto de historias para niños, fue uno de los primeros toques de clarín con los que comencé a vislumbrar el camino del escepticismo. En cuanto a mis creencias religiosas e igualitaristas (véase el final del libro, que navega entre lo desmitificador, lo agnóstico, y lo panteísta).

Mediaron otras lecturas, observaciones de la vida cotidiana, conversaciones, cavilaciones… Llegó un momento de plena consciencia de que no era ya de izquierdas, sin por ello considerarme necesariamente de derechas (cuando cae un tótem, extensas llanuras se abren a nuestro paso, sin servidumbres). Estaba, algo, al tanto de los desastres que han acarreado las revoluciones niveladoras, sabía que las personas no somos iguales, que la única igualdad exigible es ante la ley. Pero faltaba algo, una fundamentación más firme. Faltaba saber cómo habíamos llegado hasta aquí, y por qué habíamos compartido una fe tan persistente.

Y entonces descubrí que mi admirado Antonio Escohotado (de quien había leído ya la ciclópea Historia general de las drogas, El espíritu de la comedia, Retrato del libertino, Majestades crímenes y víctimas, Caos y orden, etc.) estaba publicando en su página web los capítulos de la que sería su nueva obra. La obra de su vida. Leí esos capítulos (después los releí ya como libro publicado), y tras prácticamente cada párrafo venía una sorpresa, un golpe gozoso de realidad. Datos y datos que venían a dibujar la historia de un drama universal: los esfuerzos del ser humano a lo largo de la historia para huir de su propia libertad, o para abrazarla.

El comercio es una más de las libertades y de las artes humanas. Recordemos que Mercurio es el patrón tanto de escritores, artesanos, comerciantes, etc. De manera que comprar y vender, contratar y trabajar, son acciones inextricablemente unidas a la transmisión de ideas, palabras, saberes, modos de vida. El comercio es la propia vida expandiéndose sin el control de planificaciones demasiado férreas. Por eso cuando existen esas planificaciones de un intervencionismo exagerado, o esa clausura del comercio, tanto da que sea en la antigua Esparta, que en la Europa feudal o en la Francia revolucionaria, los resultados han sido siempre desastrosos. Es la propia naturaleza, la vida, la que se ha cercenado en esos casos. Cuando se impide que la savia circule por un árbol, el árbol muere. No hay más. Para realizar la gran utopía de la cancelación (ilusoria) de la desigualdad que producen los méritos de cada uno, el trabajo, y la suerte, han tenido que morir decenas de millones de personas. Y otros ser despojados de su libertad y dignidad humana.

Lo contrario de esa violencia, el intercambio comercial capitalista, ha producido, (desde su gestación en la Baja Edad Media) sociedades industriosas, prósperas, de ciudadanos libres. Nunca ha existido, ni existirá, la perfección en este mundo. Ese debería ser el punto de partida de nuestras reflexiones. Sin embargo, jamás hubo menor pobreza ni mayores datos de bienestar en el mundo que ahora. Basta comparar la situación actual con épocas pretéritas. Aunque soy consciente de que esto no entusiasmará a muchos, que seguirán buscando el ideal, ante el que cualquier cumplimiento actual no es más que una sombra.

Este libro, por si alguien se atreve a navegar por sus páginas, ofrece un estudio concienzudo, sin miramientos para la idea fija o preconcebida. Las credenciales de don Antonio son, entre otras, mucho, muchísimo trabajo, tenacidad, y una agudeza propia de un artista. En sus obras percibo una combinación entre impecable lógica e intuición. De esas virtudes tiran dos motores tan potentes como la valentía y la honestidad. Estas últimas consiguen que el profesor se deje llevar por la vida, la historia (que es vida universal recordada), allá donde le lleven. Sin rechistar. Y el antiguo comunista que fue se encuentra con la riqueza inagotable en pormenores de cada momento de la historia. Cuando lo miramos con lupa, cada ser (vivo o social) muestra su inesperada complejidad.

El viaje comienza en la Antigüedad, con el comunismo de bienes e hijos ideado por Platón en su República como remedo del desprecio espartano al libre comercio. Con espartanos y asirios, y más tarde Roma, llega un fervor por el esclavismo (que aboca no solo a la ruina humana sino a la económica también), que se valora más que el comercio propio de fenicios y atenienses, por ejemplo. Lo que hasta entonces era minoritario se convierte en norma.

Sin embargo, encontramos, según Escohotado, la formulación más acabada del comunismo (hasta que vino Marx) en la prédica  del Sermón de la montaña, que Jesús de Nazaret dio a sus seguidores. Donde se glorifica la pobreza y se ensalza a los desheredados de la tierra, que alcanzarán a ser restituidos en su lugar preferente en la otra vida. En ese y otros pasajes de los evangelios estaría entonces la semilla del comunismo. La celebración del pobre y la condenación del rico llegarían al paroxismo en Hechos de los apóstoles 5, 1-2, cuando Ananías y Safira caen muertos por quedarse un tanto de lo vendido. En vez de entregarlo entero a la comunidad. Y en aquella terrible “ricos habéis engordado para el día de la matanza”, Carta de Santiago 5, 5.

No obstante, conviene situar las cosas en su contexto, y matizar en lo posible. Por un lado, es necesario comentar que el mensaje de Jesús es más amplio de lo que parece, no solo habla de igualdad, sino que también ensalza el mérito, véase la parábola de los “talentos”.

En cuanto a la condena de la riqueza, veamos. Los trabajos de Antonio Piñero se basan en la investigación aceptada por la mayoría de estudiosos del cristianismo. Y nos recuerdan que tanto Jesús, como luego Pablo, y los primeros cristianos en general (también quienes escribieron los evangelios), vivían en el convencimiento de que el final de los días era inminente. De ahí el rechazo a acumular bienes materiales, al trabajo que fuera más allá de la mera subsistencia, o al comercio. También está el escaso aprecio de Pablo por los matrimonios o la procreación en general, y que animara a la abstinencia sexual. Es importante tener en cuenta que estas no podían ser normas de conducta para una comunidad de fieles en Cristo que durara siglos.  Es ese un panorama que aniquilaría una sociedad en poco tiempo, como es lógico.

Por otra parte, el Reino que anuncia Jesús, siempre siguiendo la interpretación común de los investigadores, y en concreto de Piñero, no es solo espiritual, sino también material. En tanto que Jesús es judío, defiende la ley judía, y debería propugnar el Reino conocido por todos en las escrituras (pues nunca dice que sea otro). Ya que, además, no se preocupa en realizar una descripción exhaustiva de tal reino, pues quienes conocen la tradición ya saben cómo habrá de ser. Ese será un reino, repetimos, de abundancia material. Y ahí no cabe la ascesis ni la represión del instinto comercial y de acumulación, que sí rigen en las circunstancias excepcionales que anteceden a las postrimerías y la restauración del Reino de Israel por Dios mismo.

También hay que recordar que Jesús no es el primer profeta en afear a los ricos sus dispendios y anunciar el socorro de los pobres, esto es algo que encontramos en toda la tradición judía (y el mismo Escohotado lo reconoce cuando recuerda la soflama de Isaías contra quienes gozan en este mundo), y no será muy acertado ver ahí comunismo. Quizá sí fue uno de los primeros, con los esenios, en vilipendiar la riqueza.

En cualquier caso, las llamadas a la pobreza y el desprecio a los ricos están en el Nuevo Testamento, quizá con una intensidad desconocida hasta entonces, y serán escuchadas por masas enfervorizadas de campesinos en la Edad Media. Masas que, por cierto, apenas se alteraron cuando la mayoría estaba en la miseria y sí estallaron ante los nuevos ricos. Aquellos que desafiaron el veto al comercio y desbrozando los caminos olvidados trastocaron un mundo en el que los siervos no tenían derechos. Cuya vida y libertad pertenecía a los señores. Con estos aventureros nacen los burgos fortificados, donde renace el derecho y pierde fuelle el “merum imperium” tan afecto a los señores feudales. Hay que recordar que hasta ese florecimiento el principal comercio lo será de personas, con el secuestro o compra sobre todo de doncellas blancas (de ahí la expresión «trata de blancas») por parte de bizantinos y turcos sobre todo. Muchos europeos participaron en esos intercambios inhumanos ante la ausencia de otros medios más lícitos para prosperar.

El comercio (de bienes y no de personas) se va consolidando, con jalones como la letra de cambio (usada en primer lugar por los templarios), la contabilidad de partida doble, etc. La gran riqueza que afluye en el Renacimiento será ocasión para una nueva edición de revueltas comunistas de extraordinaria violencia que estallan en Alemania sobre todo. Recordando que el dinero es inmoral. En esa época, protestantes y católicos coincidirán en no condenar el comercio, sino bendecirlo, y rechazar las llamaradas de rencor y fanatismo propias de los defensores de la “restitución” de la igualdad primigenia.

Pero esa canción volvió a sonar, con aún más fuerza y crueldad, en la Revolución francesa, unos dos siglos más tarde. En esa ceremonia de la confusión, la bandera de la libertad fue enarbolada por los defensores de los derechos del ciudadano frente al despotismo de Luis XVI. Y luego ultrajada por los sanguinarios jacobinos. Sí, esos que se sentaban a la izquierda de la Asamblea, de ahí la designación de esa opción política, la izquierda. Fueron terribles años en los que se entronizó la arbitrariedad y la tiranía. Los apóstoles de la igualdad pugnaron entre ellos, y se mataron, para ver quién era “más igual”, más defensor de la voluntad del pueblo, la cual era tan enigmática como la razón de que alguien fuera tachado de enemigo de esa voluntad.

Pasado el susto, más bien el terror, el desfile de la historia siguió su curso. Continuó circulando, y profundizando, el río de la libertad humana, con sus meandros, rápidos, y remansos. Se avanzó en conquistas de derechos individuales (y obligaciones, queremos pensar), hallazgos científicos y técnicos… Y resucitaron nuevos resentimientos contra la capacidad, tenacidad o suerte ajenas. Vale decir, contra la realidad.

Personajes secundarios, Joyce Johnson

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A veces, casi siempre, resulta interesante apartar la vista un instante del primer plano. E instalarse en el background, detrás del protagonista, donde parece que nada excitante sucede.  A veces, casi siempre, esa es la única manera de comprender de forma más cabal lo que está sucediendo.

En la fotografía de portada vemos al héroe de los beat, Jack Kerouac, y al fondo a la autora del libro, quien fuera a ráfagas su amiga, amante y confidente, en algunas épocas en las que el vagabundo sagrado asentaba su inquieta, anhelante y triste figura en Nueva Babilonia, quiero decir Nueva York. Joyce Johnson, la chica en segundo plano, compañera del héroe y cronista de estas memorias-novela, lo conoció cuando aún era un piojoso anónimo más, uno de tantos tipejos sin importancia para el ojo clínico del biempensante burgués medio, antes de que, de repente, la fama de On the road lo condujera por aguas llenas de rápidos, acechantes rocas, inopinados giros. Una de las cosas interesantes del libro es observar la ridiculez, insolencia, tenacidad diabólica, estulticia, etc. con que los periodistas pueden llegar a perseguir a un famoso. Y más si es un escritor famoso (los juntaletras en general, más o menos anhelantes de fama que seamos, no sabemos la suerte que tenemos de ser esquivados por tamaña monstruosidad).

Con que aquí tenemos una crónica de esos años, de esos amigos y conocidos tan raritos, tan entusiastas, buscadores, rompedores. De los más famosos y de los menos, como la autora, su gran amiga Elise Cowen, y otros poetas furibundos de ambos sexos que hicieron del jazz, el exceso, el ansia de libertad, sus coordenadas vitales, su patria, su religión.

Hay algo profundamente triste, y profundamente vital, en esta historia, es toda ella una canción de blues. Una canción de Billie Holiday empapada de tristeza, pasión, rabia, incluso esperanza. Los jóvenes de esa generación, los beats, como queramos llamarlos, están poseídos por una pasión de vivir, de ser, de llegar, no se sabe muy bien dónde. Todos los caminos estaban abiertos. Aunque algunos de ellos, los más evidentes, estaban llenos de cascos vacíos de botellas, colillas, pobreza y hastío.

Es una sensación curiosa esa de que, cuando estás a punto de conseguir algo, se te escurre entre los dedos. Y así una y otra vez. Los que hemos hecho un máster internacional en fracaso sabemos qué se siente. Decía Bernard Shaw que en la vida hay dos tragedias: el no cumplimiento de un deseo íntimo… y su cumplimiento. Esto se puede aplicar sin tropiezos a la vida de Jack Kerouac. Tanto tiempo anhelando la fama, el dinero, y cuando llegan es casi peor.

También se aplica este axioma vital retorcido a la propia Joyce. Después del deseo de conocer a Jack, de conocerlo de verdad, fue decepcionante, en cierto sentido, de hecho en el sentido que a ella más le importaba. Es decir, en la construcción misma del sentido de su propia vida. Ella no necesitaba compañía para ser quien era, y defender su lugar en el mundo. Pero sí necesitaba a alguien con quien construir algo. Por supuesto, no buscaba que ese “algo” fuera convencional. Porque, de hecho, hay muchos otros caminos. El caso es que Jack no era la persona adecuada para construir nada duradero. Sus puentes eran efímeros, amparados en el humo de los cigarrillos, en los vapores de la noche, el soniquete de las canciones, y de las propias palabras fulgurantes del poeta de la carretera, del camino, el bullicio, la soledad.

Joyce nos confiesa que es incapaz de pensar más allá del aquí y ahora, y por eso no puede ser una mística zen loca al estilo de Jack. Y sin embargo, precisamente por eso, lo fue. Fue una vagabunda del dharma más sin saberlo. No hay otro mandamiento para los místicos de todas las épocas y lugares que vivir aquí y ahora. Beberse una cerveza, emborracharse, copular, pueden encarnar lo místico, a condición de que no se piense en nada que no sea eso que se está haciendo y siendo en ese instante. No ser más que puro ser. Y la autora de esta novela autobiográfica pudo cumplir el guion por momentos según se desprende de su relato. Quizá, lo sabe ella. Su búsqueda es la de la aventurera que quiere ver y sentir; mientras sus padres, como tantos otros, quisieron algo más de la vida, también, sin ser conscientes, encerrados en la tóxica seguridad de su hogar, al modo de los mártires reprimidos, sublimados, y al fin celestes.

Lo que separó a Joyce de Kerouac fue la persistencia con que Jack escapaba de sí mismo refugiándose en el alcohol, y en su madre. Para quien es súbdito del rey Edipo no hay otra mujer en el mundo en realidad. No hay otra mujer que pueda encarnar el arquetipo femenino con verdadera prestancia. La madre nutricia se convierte en devoradora y defiende el nido con eficacia de cualquier posible competencia. Joyce lo averiguó demasiado tarde, y lo pagó con sufrimiento, despecho. “Qué pesado es el amor no correspondido”, dijo él, con su habitual inocencia, hablando de otros, cuando, en realidad, hablaba del amor de quien tenía justo a su lado.

Viaje a Ixtlán, Carlos Castaneda

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Este es mi libro favorito de entre aquellos que narran las aventuras del aprendiz de brujo bajo la supervisión de don Juan. Es una máquina de romper suposiciones, es pura filosofía existencial, escéptica, cínica, y, en el límite, mística. Entre las suposiciones que rompe está la de que es imprescindible tomar sustancias para abrirse a otras panorámicas mentales, pero va mucho más allá. El viejo zorro de Don Juan juega a su antojo con el ingenuo antropólogo listillo y etnocéntrico, (acaso un trasunto de todos los occidentales listillos y etnocéntricos). Y con el lector.

Es un breve libro que contiene pasajes de gran sutileza. No hay muchos libros así, sobre todo en el supermercado de la deleznable Nueva Era, donde las cosas acostumbran a ser tan coloridas, naíf, y apartadas del latido abrupto y acre de la vida real. Resulta paradójico decir esto porque esta lectura lo puede sumergir a uno muy fácilmente en una ensoñación que le haga pensar que cada hecho, cada partícula del mundo es mágica. Lo cual, por supuesto, es cierto, pero no de la manera que nos montamos cada uno en la cabeza. Y esa es la clave. Saber de una vez por todas que el mundo no tiene mucho que ver (solo lo justo para ir tirando) con lo que tenemos en la cabeza. Como dijo Heráclito, los que duermen viven cada uno en un mundo diferente; para los despiertos no hay más que un solo mundo.

No tiene importancia que existan o no los diversos niveles de realidad de los que habla Don Juan en varias partes de la saga (el inframundo, el más allá de los dioses y arquetipos, etc.). Pues, si tienen algún fundamento, son tan ilusorios como la realidad que recorremos al levantarnos de la cama. Y sin embargo… Y sin embargo, a pesar de lo ilusorio del mundo, nos duele la espinilla cuando, estúpidamente, nos la golpeamos con la pata de una mesa; nos duelen ciertas despedidas; nos duele lo que nos hacemos a nosotros mismos, lo que hacemos a otros, y lo que nos hacen (cosas de las que solemos ser responsables en cierto modo). El dolor, como emisario de la muerte, nos recuerda que no somos nada (esa frase tan socorrida para los entierros). Aunque nos da la posibilidad de ser grandes en nuestra pequeñez acompañando a los otros en el dolor (y en la alegría), o dejando que nos acompañen. En esa mística convivencia resuenan de nuevo los clarines de la unidad.

Viaje a Ixtlán nos recuerda constantemente que el cuento se acaba. El cuento de nuestra vida. Y en eso se diferencia también de esos cientos de miles de lecturas edulcoradas. Quien quiera saber, quien quiera ver (como lo entiende don Juan) ha de contar con su total e invariable desaparición en cualquier momento. Para acceder a la eternidad (la eternidad es el ahora, no conozco otra) es preciso absorber, aceptar sin condiciones, lo efímero de todo lo que nos rodea… Y de uno mismo.

Las locas y desconcertantes palabras de Don Juan nos enseñan que la realidad aparente es ilusoria, nos ayudan a ver el engaño, la trampa que es el mundo: lo que vemos, lo que pensamos, no es lo real. Sin embargo, una vez descubierto el trampantojo, la tela de araña antes invisible, debemos volver a engañarnos para poder habitar el mundo, para ser funcionales en él. Las artimañas del viejo indio son idénticas en el fondo a los koan del zen, o a las alambicadas afirmaciones que hace la Diosa a Parménides en su célebre poema. Todo eso sirve para romper la cáscara de nuestros pensamientos, presos de una lógica demasiado rígida sobre qué debe ser y no ser lo real. Esa ruptura nos devuelve la ligereza, la fluidez, nos hermana con el viento y con la corriente de los ríos, con los rayos, con la niebla, con el poder que yace en la oscuridad de la noche…

Nos devuelve al mundo de los alquimistas, magos y teúrgos del Renacimiento que echaron a perder las engañosas luces de la Ilustración, tan satisfechas de sí mismas. Nos devuelve a un mundo fronterizo, ni puramente material ni inmaterial, ni verdadero ni falso, “daimónico”, en palabras de Patrick Harpur. Nos devuelve la “doble visión” de la que hablaba Blake. Lo que tengo enfrente no es una montaña, ni un gigante que me mira airado. Es una montaña y un gigante que me mira airado. Una imaginación, un sentimiento, ¿son química cerebral o cosas inmateriales? Son las dos cosas a la vez y mucho más que eso. El mundo trasciende la separación, no está compuesto de piezas separadas de aspectos que nada tienen que ver entre sí como fabulara Descartes: el cuerpo tiene algo de alma, el alma algo de corpóreo; lo visible tiene algo profundamente misterioso, y lo misterioso e invisible tiene algo de tangible también. ¿Dónde está la frontera entre ambos? No hay frontera. O todo es frontera.

Gorgias, el antiguo sofista, era experto en hilar discursos que atrapaban a sus oyentes en redes inextricables. Todo un mago de la palabra y la persuasión. Sabía que la única forma que tiene un maestro de enseñar de verdad es engañando, engatusando, a sus alumnos. Porque si trata de enseñar de forma directa fracasa. Esa conducta de engaño, de trampa, está destinada a romper las defensas, las barreras del ego, y entrar por una puerta lateral. Atentos a este pasaje del libro de Castaneda:

-¿Es verdad todo esto, don Juan?

-Responder sí o no a tu pregunta es hacer. Pero como estás aprendiendo a no-hacer, debo decirte que en realidad no importa que todo esto sea verdad o no. Aquí es donde el guerrero tiene un punto de ventaja sobre el hombre común. Al hombre común le importa que las cosas sean verdad o mentira; al guerrero no. El hombre común procede de un modo específico con las cosas que sabe ciertas, y de modo distinto con las cosas que sabe no son ciertas. Si se dice que las cosas son ciertas, él actúa y cree en lo que hace. Pero si se dice que las cosas no son ciertas, no le importa actuar o no cree en lo que hace. En cambio, un guerrero actúa en ambos casos. Si le dicen que las cosas son ciertas, actúa por hacer. Si le dicen que no son ciertas, actúa de todos modos, por nohacer. ¿Ves lo que quiero decir?

-No, no veo para nada a qué se refiere usted -dije.

Después de muchos años, he vuelto a leer el libro. Y al final, al apagarse los últimos párrafos, como se apagaba también el sol en el horizonte, tomo consciencia de que, igual que puede ocurrirle a Carlos, todo un mundo ha quedado atrás para mí de forma irremediable. Y nunca he hecho nada extraordinario en mi vida (ni he no-hecho nada extraordinario tampoco). Sin embargo, la sensación de que nada será ya como fue antaño es innegable. No me siento ilustrado, ni sabio, ni hombre de conocimiento, de hecho sigo siendo tan ignorante como lo era cuando leí el libro la primera vez. Solo es que me estoy haciendo viejo. Y los caminos del mundo acostumbrado, que parecían tan familiares, adquieren sombras y brillos insospechados, que hacen irrecuperables los de antaño.

La mula, Juan Eslava Galán

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Bajan revueltas las aguas bajo el puente de las Españas. Entre otras cosas, con el traslado de los restos de quien fuera Jefe del Estado desde su megalómano mausoleo faraónico hasta un lugar más discreto. No paran los contertulios, profesionales o improvisados, aquí y allá, discutiendo sobre la incivil Guerra, quiénes fueron los buenos, quiénes los malos, qué bando cometió más crímenes… Y ha sido inevitable acordarme de esta simpática y entrañable historia de mi paisano jaenero. Voces como la suya, teñida de escepticismo, lucidez, y calor humano, se echan de menos. No parecen buenos tiempos, aunque los hubo mucho peores.

Nunca me cayó bien la figura del general de Ferrol. Eso de que uno mande y todo el mundo a callar… no termina de conquistarme. Fui un niño bueno que acataba las órdenes sin rechistar, pero siempre he tenido otra parte de mí bastante refractaria a ello, a acatar el mando, y una tozuda (y a veces insufrible) manía de hacer las cosas a mi manera. Cada cual es como es. Sin embargo, me hacen mucha gracia ciertas poses. ¿Sabe ya Pedro Sánchez que no es el actor de un telefilme de esos que ponen a la hora de la siesta? ¿Qué hubiera hecho este admirable paladín de la libertad cuando el primero de abril del 39? ¿Acaso se habría encarado con el convoy donde viajara el Generalísimo, puño izquierdo en alto, y hubiera dado vítores a la República? Quizá, es un hombre valiente (o así se muestra). Aunque puede que, más bien, hubiera alzado el brazo derecho en saludo fascista. Como hizo entonces todo quisque, de mejor o peor gana.

Siempre sentí cierta incomodidad pensando en cómo reposaba el dictador el sueño de la eternidad en semejante lugar diseñado como culto a su persona. Aunque aminorara esa incomodidad pensar que apenas un puñado muy pequeño de nostálgicos se acercaban allí con tal fin.

Franco, o su régimen, hizo algunas cosas bien. No debería ser una sorpresa porque estuvo casi cuarenta años gobernando España. Sin embargo, los logros que obtuviera no pueden enjabelgar las oscuridades que sembró. Leyendo el libro sobre la Guerra Civil que escribió también Juan Eslava tomé conciencia de que, probablemente, Franco alargó la guerra para ir afianzándose en el poder, sin importarle cuántos murieran mientras tanto. Tampoco hizo mucho por la reconciliación nacional tras la contienda, más bien lo contrario. Desató una represión vergonzosa, e instituyó una sociedad con ciudadanos de primera y segunda clase. Fueron los españoles quienes decidieron olvidar, seguir adelante, convivir con sus vecinos, construir otra casa en el solar patrio. Como siempre. Una y otra vez, a lo largo de nuestra historia, el pueblo español ha ido reconstruyendo su vida tras el huracán que el iluminado de turno hubiera desatado. Así seguirá siendo, espero.

El caso es que ciertas cosas tienen que hacerse con arte, o no hacerse. Sánchez, por un puñado de votos, ha conseguido de una tacada: enfadar a derecha e izquierda, enemistar a unos españoles con otros, y, por si fuera poco, reavivar el interés por el dictador finado, concederle una segunda vida. Pues ya dijo Manrique aquello de la vida de la fama, que continuamos viviendo cuando, después de morir, nos siguen recordando.

Dice un tahúr del periodismo musical que en el rock actual falta melodía y armonía. No solo pasa en el rock. Pensando en esto me acordé de la mula que el padre de Juan Eslava cuidaba con mimo cuando estaba en el frente. Con los mimbres de esas vivencias tejió el escritor una lupa con la que ver más de cerca aquel viejo y desgraciado certamen de muerte y odio. Al observar las cosas así, más de cerca, el azul y el rojo se difuminan, ya solo se ven personas, cada uno con lo suyo. El padre de Juan, trasunto de Castro, el protagonista de la novela, era de familia pobre pero bien avenida con los señores de los que eran caseros. Lo llamaron a filas con el bando republicano pero se cambió al nacional. Aunque la guerra no le interesaba ni le entusiasmaban los ideales que a otros encendían. Lo único que le motivó en su día a día de soldado fue poder quedarse después de la guerra con aquella mula que encontró perdida y famélica, a la que alimentó y soñó con llevar al pueblo para que le ayudara en sus faenas. Como él, miles de soldados se vieron obligados a combatir por el peso de las circunstancias, los alistaron y tuvieron que luchar contra sus paisanos.

Pero en aquel despropósito de balas, crímenes, venganzas, sangre y fuego, no todos los hilos del sentimiento humano se cortaron. Y así asistimos, entre divertidos y asombrados, a una escena en la que soldados de los dos bandos, cuando hay pocos tiros, se encuentran en cierto lugar neutral. A los rojos, que tienen papel de liar de sobra, les falta tabaco, a los fascistas, que sí tienen tabaco, les falta papel, así que se apresuran a intercambiarlos.  Antes que soldados son fumadores. Y antes que fumadores, personas. Además de intercambiar los artículos para fumar también cambian palabras, noticias, se preguntan por la familia… En esa escena digna de Berlanga, Castro, el mulero de los nacionales, se encuentra con su amigo del alma, el Churri, el anarquista, del que se había distanciado. Se dan un abrazo, emocionados. Y dicen cosas, que, quizá, merece la pena recordar. Con algunas de esas palabras me despido de ustedes por hoy:

“—No sabes la alegría que me llevé ayer al saber que estabas vivo. Con esta mierda de guerra…

—Yo también me alegré por ti. Digo, mira Juanillo, al joío lo bien que le va con los mulos, que es lo suyo, aunque sean fascistas, ¡qué coño!

—¡Los mulos qué van a ser fascistas! —protesta Castro riendo—. Ni rojos ni fascistas. Más conocimiento tienen que nosotros”.