Psicología y psicoterapia transpersonal. Manuel Almendro

La psicología transpersonal comenzó como una vibrante promesa, pretendiendo responder a la necesidad de tratar ciertos trastornos al tiempo que se abría una escucha para la inquietud espiritual (con creencias o sin ellas) que alienta en cada ser humano. Uno de los precursores fue Abraham Maslow, de quien les sonará su famosa pirámide, que hemos visto un poco por todas partes y que sigue siendo, a mi juicio, muy útil para escanear nuestras inclinaciones y búsquedas personales. Así, muchas veces sucede que lo que aparentaba ser una especie de vocación por lo místico y espiritual se revela más bien como falta de autoestima, necesidad de mejorar las interacciones sociales, o vaya usted a saber qué.

Sin embargo, algo que empezó de tan halagüeña manera terminó siendo pasto de mil y un trapicheos, supercherías y vergonzosos enjuagues de la Nueva Era y sus ocultismos de baratillo. Hasta el punto de que el concepto “psicología transpersonal” está muy desgastado a estas alturas, quizá pidiendo un reseteo… Veremos.

Manuel Almendro es un profesional de la psicoterapia que con más de cuarenta años de experiencia y un rigor siempre intacto se propuso desde hace mucho expurgar esta disciplina de cuanto pudiera tener de embaucador o negligente. Con un pie en el mundo tradicional (ha estudiado durante décadas la medicina tradicional de los llamados “chamanes” en la Sierra Mazateca y en la selva amazónica) y otro en la vanguardia del pensamiento occidental (estudió con Prigogine las estructuras disipativas y otros elementos de la nueva física), siempre se ha caracterizado por un afán incansable por el conocimiento de en qué consiste ser humano; en qué consiste la conciencia.

Antes de adentrarse por los vericuetos de la psicología transpersonal, el libro que nos ocupa realiza un recorrido por la historia de la psicología. Sobre todo, en el siglo XX, paseando por las diversas escuelas y enfoques dominantes: conductismo y cognitivismo, el psicoanálisis, la llamada tercera fuerza o psicología humanista, y finalmente la psicología transpersonal.

Uno de los aspectos más interesantes del libro, y del enfoque adoptado por Almendro, es que no renuncia a ninguna de esas escuelas o puntos de vista, sino que busca una integración de esos métodos. El conductismo, por ejemplo, con sus grandes limitaciones (la renuncia a la famosa “caja negra” de la consciencia, la visión del ser humano como máquina programable) ofrece también grandes ventajas. Es importante la observación de la conducta, pues es lo primero a mano, lo único perjudicial es creerse que ahí acaba todo. También es capital, en el complementario cognitivismo, observar que el modo en que uno piensa determina cómo siente y actúa. Aquí están las bases de la terapia cognitivo-conductual que se maneja a grandes rasgos en la actualidad, y que nunca hay que perder de vista.

Desde ahí el autor se adentra en otras visiones que, repetimos, sin negar esa parte más científica y contrastable, busca explorar regiones a las que esta no llega. Aparte de la apertura emocional gestáltica y de la inmersión en las profundidades del psicoanálisis, se abre un panorama hacia abordajes que rechazará una mente racionalista y materialista, pero que desde una experiencia personal e íntima son reveladores. Hablamos de la bioenergética y ya de las primeras sendas que adentran en el enigmático laberinto de lo transpersonal.

En este tipo de psicologías hay una concepción distinta sobre la enfermedad mental, que se percibe de un modo similar a la enfermedad chamánica. Un proceso de crisis que, si se acompaña con una apertura hacia la sabiduría interna del cuerpo, sin represiones farmacológicas que lo aborten, puede conducir a la sanación y a la transformación. A la conquista de un punto de vista más amplio y funcional de vivir la propia vida, lo cual evidenciaría, incluso, un sentido adaptativo de ese proceso.

Acabamos de tocar un aspecto tan delicado como es el de los fármacos. Sin muchos vericuetos, que dejamos a los especialistas, lo más sensato parece no renunciar a unos recursos útiles, y a veces, quizá imprescindibles, ni tampoco abusar de ellos. Tratando de solucionar con una pastilla lo que requiere, en realidad, un cambio personal profundo. También están los otros fármacos, ilegales en su mayoría, que ofrecen la posibilidad de abrir la psique a dimensiones desconocidas para la rutina psíquica del día a día. Y es inevitable acordarse, por ejemplo, de la LSD. Ya hablamos por aquí de un prometedor estudio con enfermos moribundos tratado por Stanislav Grof en El viaje definitivo. El prohibicionismo en materia de drogas, con su estrechez de miras (y sus desastrosos resultados prácticos, salvo para quienes se forran con él) es un injusto tapón para múltiples investigaciones y terapias de las que podrían beneficiarse millones de seres humanos. Sin embargo, Manuel Almendro no es un gran defensor de este tipo de terapias con sustancias psiquedélicas debido a lo ásperas que pueden ser esas experiencias para determinadas personas. Más bien aboga por un abordaje sin drogas en el cual la respiración, el estado meditativo etc., ponen en el camino de esa entrada en el abismo que somos, pero de una forma más segura para la constitución psíquica de la persona. Es el caso de su propuesta llamada “vibración inducida”, o también de la “respiración holotrópica” de Grof.

Hay más, muchísimo más, en este libro prodigioso de un gran investigador de la consciencia como es Manuel Almendro. Invito a su lectura a quienes tengan una viva inquietud relacionada con la psicología profunda y crean que los avances de la ciencia no tienen por qué oponerse a la sabiduría más ancestral, sino que ambos pueden ir de la mano como expresiones de una misma realidad misteriosa y fascinante.

Lago Ruovesi, de Akseli Gallen-Kallela.

El fuego secreto de los filósofos. Patrick Harpur

Asomarse, aunque sea tras una mirilla, a la alquimia supone aproximarse a un mundo de extraordinaria riqueza, que nuestra visión materialista y plana del mundo apenas puede imaginar. Ya casi no sospechamos lo que hemos perdido (o quizá sí, y esa es una de las causas de la desazón que cunde).

Pensadores de siglos posteriores han mirado, y miran, a los alquimistas, a esos “filósofos” de los que habla este libro, con una sonrisa de conmiseración, subrayando su atraso, supersticiones… La irracionalidad de sus postulados y operaciones. Al menos, dicen, sus balbuceos y torpes experimentos sirvieron para, de rebote y contra su voluntad, poner las bases de una verdadera ciencia: la química moderna.

Suele pasar que quienes así discurren no hayan hojeado (ni ojeado) un tratado de alquimia ni un estudio sobre el tema en su vida. Para qué perder el tiempo en algo tan poco práctico. Muchos no han entendido, ni querido entender, ese arte. Aristóteles tampoco entendió, ni quiso entender, a Empédocles. Quien, por cierto, fue venerado por filósofos herméticos y alquimistas medievales (quienes acaso guardaron una visión más cabal de su verdadera filosofía, véase Filosofía Antigua, misterios y magia, aquí el comentario que hicimos: https://ritualdelaspalabras.wordpress.com/2019/04/20/filosofia-antigua-misterios-y-magia-empedoclesylatradicionpitagorica-peter-kingsley/).

Esos “filósofos”, a los que se hace referencia ya en el título, a menudo eran confundidos con otros ejecutantes (lo cual no era necesariamente malo, dada la habitual necesidad de ocultarse, por razones de seguridad y para proteger la obra de la vulgarización de los profanos). Los sabios distinguen entre el genuino alquimista, cuya labor física es inseparable de su verdadero objetivo y destino, la transformación interna, la verdadera alquimia, y otros personajes conocidos como sopladores, interesados sólo en las meras operaciones físicas, en los aspectos más externos y superficiales del arte. Estos últimos serían, en realidad, los antecesores de los químicos modernos.

Y esto nos enseña algo muy a tener en cuenta si se nos ocurre adentrarnos por estos andurriales herméticos. Recordemos que, precisamente Hermes es el patrón de los buscadores profundos del alma, pero también de los engaños, los enredos, los pillos, los ladrones… Quiérese decir que la alquimia regia, como todo arte, está embrollada con imposturas, falsas gemas que se hacen pasar por auténticas, etc. Es lo que ocurre con todo el mundo de lo extraño en general como tan bien nos recuerda Harpur en todos sus libros. Por ejemplo, Eusapia Palladino pasa por ser una de las médiums más ilustres, llegando a suscitar fenómenos tan increíbles que ni los más avezados cazadores de fraudes pudieron demostrar falsedad alguna. Pero… también fue pescada en más de una ocasión en flagrante falsía. ¿Y entonces? ¿Los fenómenos eran reales o no? Unos podrán decir que todos eran falsos; una opción diferente, la daimónica, la hermética, es barruntar que entre ese ramillete abigarrado de prodigios unos eran falsos y otros verdaderos. Y quizá algunos fueran ambas cosas a un tiempo.

Antes de referirse a la alquimia, y a mil cosas más, Harpur nos habla de los espíritus elementales de Islandia (que, como todos los elementales, no son sólo espíritus), y de la cosmovisión de diversos pueblos tradicionales de rincones dispares del planeta. Aparecen reflexiones sobre el Alma del mundo, la física moderna, los mitos… Comparecen también filósofos oficiales, de los que se estudian en los centros de secundaria y en las universidades.

Es este un libro absolutamente magistral, tan alquímico y hermético como los temas que desarrolla, es capaz de tejer de una forma pasmosa saberes de todo tipo: estudios sobre los símbolos arquetípicos, visiones, antropología, filosofía, literatura, física… En una obra que, lejos de la compartimentación ad nauseam de la infinidad de disciplinas busca con decisión, navegando en la maravilla de lo no sabido, de lo intuido, de lo soñado, y de la experiencia humana, en busca del reino perdido de la Imaginación. No de la fantasía, sino de las realidades que escapan a los análisis de la lógica, pero nos asaltan de continuo (en los sueños, en los fulgores que nos deslumbran leyendo un libro, escuchando una música que nos saca de nosotros mismos, en los ajetreos del amor, abstraídos en un amanecer, o atardecer, tan daimónicos ellos…).

Para evocar esa poética mágica que posee esta obra, y de paso para despedirme, les dejo con los títulos de varios de los capítulos (cada uno podría ser un libro, y un universo, independiente por sí mismo, pero conviven juntos en el Alma del mundo a escala que es El fuego secreto de los filósofos):

Mujeres sabias y hombres astutos

La piel de la mujer foca

El Purgatorio de san Patricio

La imaginación primigenia

En busca de Tir-na-nOg

Los átomos del Hades

El sacerdocio científico

Mercurio y azufre

El árbol del mundo y el puente de la espada

Los mitos de la locura

Realidad daimónica, Patrick Harpur

He aquí un libro sobre lo extraño. Decir que algo es “simbólico”, o que es “un mito” suele ser una forma de afirmar que es mentira. Es a lo que nos hemos acostumbrado cuando tratamos lo extraño.

La obra de Harpur, y Realidad daimónica en particular, nos sumerge en ese territorio ambiguo, indigesto para nuestro racionalismo aprendido, para nuestro abrupto escepticismo tan escenificado como impostado (¿cuántas cosas nos creemos o damos por sabidas sin verificarlas?). Es el territorio de las visiones, las apariciones, sean lo que sean estas. Lo maravilloso desterrado de nuestras vidas de sensatos ciudadanos del primer mundo, que regresa de improviso en los sueños, las laberínticas formulaciones de la nueva física… O de otras formas que los testigos de tales prodigios casi siempre se guardan para sí, o para unos pocos íntimos, y es comprensible que lo hagan. Nadie, casi nadie, quiere ser un bicho raro señalado por los demás con el dedo en la sien.

Quizá estará el lector de estas razones un poco mosqueado con tanto circunloquio, alusión e insinuación, preguntándose a qué extrañezas, maravillas y prodigios me refiero (y se refiere el autor en su libro). Vayamos al tema: ovnis, aliens, hadas, duendes, gnomos, espectros, ángeles, demonios, Nuestra Señora (se llame como se llame en cada región, y tradición, del mundo)… Es decir, un catálogo de visiones y encuentros que convierten a quienes los presencian en sospechosos de haber sufrido un momentáneo desatino, o un permanente y serio desarreglo mental. Al menos eso hemos aprendido a pensar en occidente en los últimos trescientos años más o menos. En los miles de años anteriores de aventura humana lo extraño se tuvo siempre por probable, y a veces venerable. Nuestro mito del progreso (¿se dan cuenta de cómo aún quedan mitos?) nos dice que somos menos estúpidos, y mucho más inteligentes, que nuestros ancestros, y que los pueblos tradicionales que todavía conservan el respeto por lo impensable. Pero las luces de nuestra sociedad tecnificada (que ensucia y destroza el planeta de forma eficiente) han dejado en sombra ciertas estancias del alma (pues del alma se trata al final) que, nos dice Harpur, toman formas dispares, y nos saludan (o acometen) en el momento más insospechado.

Autocitarse no es lo más elegante del mundo, pero quizá recordando una reflexión dejada por aquí hace unos años a cuento de este libro que nos ocupa, pueda evocarlo de un modo más próximo:

“Porque los seres que hacen de la metis su bandera (ya sean humanos, dioses, héroes, o animales) se parecen a los dáimones, que son seres intermedios (entre este mundo y el otro). Son ambiguos, ambivalentes, fronterizos (tienen querencia por el amanecer, el atardecer, los puentes, las encrucijadas). Y encubren su presencia mezclados con fraudes, disparates o confusiones. Por ejemplo los ovnis, que muchos dicen haber visto pero de los que no hay ni una prueba incontestable. De algunos han quedado incluso huellas, pero son tan burdas que no representan más que un señuelo, un jugar al despiste, pues no parecen entes físicos. ¿Y qué son? ¡Qué sé yo! Tal vez ni siquiera son algo. Forman parte de aquellas cosas que, sin mostrar una presencia fehaciente actúan en nuestra vida de algún modo. Como los sueños, los mitos, los cuentos de hadas, las verdaderas intenciones de los demás, lo que no hemos hecho pero anhelamos hacer, la ironía… Todo lo que es solapado, oculto, enigmático” (https://ritualdelaspalabras.wordpress.com/2017/04/09/las-artimanas-de-la-inteligencia/).

Algo que no deberíamos perder de vista, desde los vericuetos por los que caminamos, es que una obra sobre lo daimónico no puede ser sino también daimónica. Vale decir, engañosa, ambigua, nunca del todo ajustada a fenómenos (¿y realidades?) que no se dejan plegar a ningún discurso, escrito, pensamiento… Ni siquiera a un libro tan especial como este.

Lejos de ser un error o un hándicap, un detalle como este nos avisa de que estamos en el buen camino para, quizá perdiéndonos, acercarnos a la entraña de lo real. Cuando veo uno de tantos (tantísimos) manuales y diccionarios para interpretar los sueños no puedo evitar una sonrisa de malicia. No porque sea mi insignificante persona un experto avezado en tales menesteres y por eso los desprecie, sino por el convencimiento, quizá equivocado, de que no sólo tal empresa, interpretar los sueños, es imposible en sí misma por la inasible ambigüedad y riqueza que estos encierran; además, no me parece algo deseable tratar de encerrar esa plétora de sentidos en unas consignas más o menos racionales y prácticas, o asidas a lo acostumbrado y cotidiano. Porque de ese modo estamos perdiendo el mensaje (si lo hay) que los sueños nos envían. Sólo contemplándolos en su penumbra indefinible, proteica, tendiéndoles un oído atento, nos es posible ventear su propósito. No alumbrándolos con la lámpara de la razón, cuya luz unidireccional, esquemática, analítica y disgregadora romperá el hechizo, destruirá la obra de arte y nos obsequiará con una contestación simplona, plana y sin arte. Es lo mismo que ocurría antaño con los oráculos (ver En los oscuros lugares del saber). Eso no quiere decir que tales vademécums no posean alguna utilidad, siempre y cuando tengamos en cuenta que las interpretaciones que nos presentan no son sino unas posibilidades entre una infinidad de ellas. 

Al final de estas consideraciones, enredados entre sueños, avistamientos imposibles, elucubraciones sobre seres y lugares legendarios, puede decir el lector, ¿y qué hay del escepticismo, del que hablábamos más arriba? ¿Por qué debería creer una sola de estas historias absurdas? El escepticismo no implica ningún problema aquí. El escepticismo es una de las vías más importantes, sino la que más, hacia la verdad y el conocimiento. Es una indudable bendición en medio de millones de supercherías, fake news, terraplanismos, manipulaciones periodísticas y políticas, etc. Lo único que ocurre es que el escepticismo, para que sea de verdad profundo, para que nos lleve a algún sitio (el único sitio al que de verdad vamos es a nosotros mismos) ha de ser completo. No puede quedarse sólo en una parcela del saber, o en una visión concreta, no puede detenerse en un fuerte conquistado y sestear, ignorando la inmensidad que queda fuera de sus pasos. Es decir, el verdadero escéptico lo es también de su propio escepticismo.

En pos del Sol, Joaquín Albaicín

«Sé espontáneo y genuino, sin trazar una línea entre lo que es espiritual y lo que no. Ignora el tiempo, abandona ideas y conceptos y acepta de corazón la Unidad; éste es el camino integral».  

( Hua Hu Ching )

Acaso el gitano legítimo, que vive plenamente su tradición, se aproxime a las palabras que encabezan este escrito, de un sabio taoísta. Palabras que hablan de quien se dirige por una intuición profunda (que le conduce a la unicidad inextricable de todas las cosas), sabe ver lo espiritual que yace en lo que para otros es banal (la juerga, el cante, los mil ritos anónimos de lo cotidiano…), que ignora el tiempo viviendo aquí y ahora. Lejos del pánico habitual a lo porvenir del sedentario y enraizado a las ilusiones de la seguridad (un techo, un trabajo fijo, un horizonte geográfico y mental siempre idénticos…). Como bien recuerda el autor en este libro, dijo René Guénon (maestro de sabiduría y gran conocedor de lo iniciático) que para que el equilibrio cósmico sea tal es necesario que se dé a su vez un balance entre lo nómada y lo sedentario. Y quizá para eso trajo sus pasos hasta occidente el pueblo kalé. Para complementar el mundo solidificado, racional, asentado, y muchas veces cuadriculado de acá con su arte shivaíta, rompedor de rutinas y reglas demasiado rígidas que no entiende quien vive bajo el manto de las estrellas en un perenne peregrinar por esos caminos de Dios.

Joaquín Albaicín nos ofrece una obra de arte, una pieza suprema de orfebrería intelectual y vital, que es crónica de la búsqueda de las raíces de su pueblo, la gran familia gitana surgida, y fraguada, en la errancia, en los interminables pasos en pos del sol, que muere en el poniente, y su misterio tremendo.

Y ha tejido esta artesanía de palabras de forma sabia, sin conformarse sólo con las inciertas notas históricas. Añade los sones telúricos del mito y la leyenda, pues ahí subyacen siempre antiguas verdades, que la historia es incapaz de recoger en sus redes de amplios agujeros (¡qué bien lo supo Schliemann!), pues se nutren no sólo de lo escrito sino también de lo contado. Por otra parte, para los espíritus no materialistas, sirven los propios hechos históricos como metáforas válidas para anunciar lo invisible, los propósitos y significados que yacerían en tales hechos.

En el viaje que este libro propone se entrecruzan los nombres de diversos pueblos que han podido ser del propio linaje kalé, o haber tenido estrechas relaciones con el mismo: los Rrom o Dom, los shivaítas, los arios (arya, más casta espiritual que raza como señaló también el sabio de Blois), los Zott, los athsinganos, los Rromane Chave, los de “pequeño Egipto” guiados por el duque Andrés, los hijos de Caín, los de Melquisedec, los Gondh-Sindhus, los egiptanos hijos de faraón… Sírvase el lector interesado en esta ruta de las maravillas en desenredar por sí mismo, algo quizá imposible, o dejarse enredar por la magia de este desfile iniciático de gentes, principios metafísicos, circunstancias, hechos, fantasías, sueños y certezas nacidas en los ríos del alma.

Son guías para este camino, entre otras, las palabras del ya citado Guénon, defensor de la existencia de una Tradición primordial, quien siempre insistió en la seguridad con que el símbolo nos lleva a las fuentes últimas de la realidad. Y asistimos, en efecto, a una concatenación impresionante de símbolos, que quizá contenga callejones sin salida (y caminos sin retorno), pero también, sin duda, autopistas hacia esas fuentes primordiales. Cada pueblo, cada tradición, también la gitana, tiene su propia ruta que le lleva allá, pero al final las mismas aguas eternas son las que dan vida a todas las tradiciones por igual.

Quien se adentre en las páginas de este libro transitará, como el que haya leído Gárgoris y Habidis, una historia mágica de España, por un territorio que no siempre es histórico ni fiable para lo racional y pragmático, pero que sí tiene el sabor de lo auténtico. Porque, como dijo Salustio de los mitos, “estas cosas no ocurrieron jamás, existen desde siempre”.

El templo del cosmos. La experiencia de lo sagrado en el Egipto antiguo. Jeremy Naydler

“Por tanto, querido rey, en cuanto te sea posible – y tú todo lo puedes – no permitas que se traduzca este texto a fin de que tan grandes misterios no lleguen a los helenos, ni la orgullosa y floja elocución griega y, por así decir, sus falsas gracias, hagan desaparecer la venerabilidad, la solidez y la eficacia de las palabras de nuestra lengua.

Pues los griegos, ¡oh rey!, no tienen más que discursos vanos, buenos para demostraciones, y eso es la filosofía griega: charlatanería vacía. Nosotros en cambio no usamos palabras simples, sino vocablos cargados de poder”.

Corpus hermético, TRATADO XVI – Definiciones de Asclepio al rey Amón.

Al margen de si el desplante hacia el pensamiento griego de la cita de arriba es exagerado o no, hay un hecho que es indiscutible: el diferente, muy diferente, modo de ver el mundo de egipcios (la tradición a la que pertenece el texto) y griegos. Y, ya que somos herederos del pensamiento griego, eso nos atañe también a los occidentales.

Siempre hubo algo que me fascinó de los egipcios más allá de lo evidente, de las apabullantes pirámides y los ciclópeos templos, del poderío exterior (económico, militar) de su civilización. Y eso que me fascinó, y lo sigue haciendo, es preguntarme qué pensaban, y sobre todo qué verdades interiores, espirituales, intuían esas gentes. Los hallazgos de tumbas y momias captan mi interés de forma superficial y efímera. Me interesa mucho más conocer cuál era su experiencia de lo sagrado, lo cual forma el subtítulo del libro que nos ocupa.

Precisamente este trabajo de Jeremy Naydler tiene la virtud de aproximarnos tanto como es posible al pensar, sentir e intuir de los antiguos egipcios. En sus amenas páginas se nos explica primero la importancia del medio natural para explicar la cosmovisión egipcia (aunque no se reducen las ideas metafísicas a naturalismo), enmarcada por la grandeza fertilizadora y vivificadora del Nilo y la amenaza continua y ardiente del desierto.

Después nos explica el autor las tres principales cosmogonías, o relatos de los orígenes, en los cuales se narra el nacimiento de los dioses, y luego del resto de la creación. Esos tres mitos son los de Heliópolis, Hermópolis y Menfis.

También resulta muy sugestiva, por ese empeño de Naydler en aproximarnos al punto de vista (a la circunstancia) de los egipcios, la exposición sobre la manera que tenían de relacionarse con el tiempo, en la cual el mito y la historia se entretejen.

La extrañeza aumenta cuando recorremos las páginas referentes a la magia, acostumbrados como estamos a ponerla en relación con los trucos de naipes y demás ilusiones. La magia, lejos de la marginalidad a la que luego se la sometió en tiempos posteriores, empapaba la visión religiosa y espiritual de los hijos del Nilo. Aunque no era para todos. Una de las cosas que tropiezan bruscamente con nuestra visión igualitaria es que los conocimientos sagrados y espirituales más elevados no fueron, en los tiempos más antiguos, sino para una exigua minoría. Sólo en siglos posteriores se amplió algo el círculo de quienes podían iniciarse en los misterios arcanos de la religión egipcia, pero nunca llegó al grueso del pueblo llano. Una visión jerárquica que nos puede escandalizar, aunque… Aunque quizá conviene recordar que buena parte de la población, hace diez siglos y ahora mismo, no está ni estará nunca interesada en cuestiones que impliquen adentrarse por los laberintos de la búsqueda espiritual. Con toda la incomodidad, miedo (si bien los lestrigones y cíclopes los llevamos dentro, como dijo aquel bardo) e incertidumbre que ese camino acarrea.

Los últimos capítulos de esta obra versan sobre las distintas maneras de entender el alma, o las distintas almas (el ka, el ba, el aj), que distinguían los egipcios, y las vicisitudes e hitos del camino por el Otro mundo. Un camino que todos transitamos al morir pero que los iniciados del país de Kemi, el de los faraones, descubrían ya en vida (como chamanes e iniciados de todo tiempo y lugar). Uno ve en estas páginas algunas analogías, como la que parece haber entre el doble espiritual en la visión nilótica, el daemon y el eidolon en los misterios griegos o el ángel como nuestro doble del cielo en la filosofía hermética del persa Sohravardî… No será extraño que haya analogías, pues el corazón de todas las tradiciones tiende a coincidir en la unidad impensable. Pero también es justo mantener la prudencia y el respeto ante una cosmovisión tan ajena, tan diferente a la nuestra, para no precipitarse asignando símiles, más aún cuando ya son casi imposibles de verificar.

Sea como fuere, el lector interesado en el pensamiento y las intuiciones profundas del Antiguo Egipto tendrá ante sí un maravilloso viaje si acierta a caminar por las páginas de este alado libro.

En el nombre del río  

Textos: Ignacio Torres Moya. Fotografías: Sebastián Chica.

“Sobre un lecho de hojas secas me eché a dormitar

mientras tú me contabas tu historia. Me

hablaste de tus primeras aguas, del frescor de

aquellas retamas -testigos mudos de tus

primeros pasos- que saludaban tus balbuceos de

arroyuelo. De cómo abriste gargantas y quebradas

con tu pujanza juvenil, de cómo menguaron

tus fuerzas en el llano, de cómo conociste

a los hombres y mancharon tu fresca pelliza.

Me hablaste de tu miedo a morir en el

litoral y de la sevicia de los océanos que te

reclaman. Cuando desperté, ya estabas de

nuevo en marcha hacia tu destino, dispuesto

al sacrificio. Resignado, marché yo hacia el

mío. Quedan las hojas secas,

huella indeleble de nuestro reencuentro”.

Nos hablan estos versos de Ignacio Torres de un río que cuenta su historia a quien tiene la paciencia, y la grandeza, suficientes para escucharlo.

Me recuerda el río que anima estos versos a aquel otro que cruzaba Siddharta remando en su barca, en el libro de Hesse. Espejo de todos los rostros del mundo, a los que acoge, conserva y recuerda, notario de todas las dulzuras y crueldades que discurren, como sus aguas, por este mundo.

Un río, nos lo cuentan las coplas de Manrique, evoca el viaje que nos lleva desde los confines de la vida a la sencillez serena de la muerte en la mar. Y este río, el Río Grande, columna vertebral de Andalucía, que Ignacio Torres Moya evoca con gran finura y sensibilidad, en su curso medio, por tierras de Jaén, nos recuerda una vez más esa antigua verdad. De manera que asistimos a su tierno nacimiento, traviesa infancia, atareada juventud y remansada madurez, mientras va cantándole el autor los versos que riman desde la hondura del río hasta su propia profundidad. Nos advertía Nietzsche que si miramos mucho a un abismo, el abismo terminará por mirar dentro de nosotros. También sucede que si tenemos la generosidad de ensanchar la mirada y dejarla discurrir más allá de nosotros, entregándola a la corriente, ésta termina por devolvernos la mirada, y entregarnos los secretos de su alma.

Y así el Guadalquivir, como un cronista inocente, joven y viejo, sincero siempre, nos va contando historias menudas y graves, como lo que la misma existencia nos va entregando, de los seres que con mejor o peor fortuna se avienen a recorrer sus riberas o a cruzar sus aguas. Danzan la maravilla y el horror con insobornable verismo, reflejando, pues las aguas reflejan todo, injusticias, mezquindades… También alegrías y cumplimientos. Y el poeta caza al vuelo el arrullo de esas palabras de agua para traducirlas en versos y cantar un sentido homenaje al río, que, por no esperar ninguno, es quizá quien más lo merece.

“En la letanía de los brumosos

días de otoño y en la cansina

salmodia del brutal estío; en

los inviernos de relente y negra

escarcha, en los primaverales

días de mastranzos en sazón y

juncos gallardos, tus hábiles

manos trabajan la plata de tus

orillas. Déjame que te llame

orfebre, hermano río, o maestro

de pulcras formas, que no es poca

la maravilla que nos dejas a tu paso,

desinteresadamente siempre.

¿Por qué nos das tanto

a cambio de nada?”.

“La rosa es sin porqué”, decía Silesius. También el río es sin porqué, ajeno a los pomposos proyectos humanos, y desnudo de orgullo, navegante amoroso de la tierra, inequívoco, cercano, inasible. Sólo entregará sus secretos a quien se aproxime a él con el corazón abierto y el oído atento, sin atender a falsedades ni a miradas de agua turbia, resabiado como está de cuantos lo ensucian y humillan. Solo el poeta, solo el rapsoda, que no puede ser sino río, merecerá el privilegio de su amistad y el tesoro de sus palabras.

Siento gratitud por esa inmensa y eterna serpiente de escamas de agua, por seguir existiendo, y discurriendo, pese a todo, apagando la sed de campos, criaturas, cantares, y por quien tiene la humildad y la valentía de asistir a ello. Y contarlo.

En el nombre de la campiña. Ignacio Torres Moya (poemas), y Sebastián Chica Saeta (fotografías que acompañan los poemas)

No es fácil transmitir la emoción que suscitan estos versos en alguien cuyos antepasados, más allá de los tatarabuelos (por vía materna y paterna), se han dedicado siempre al campo. Yo mismo he caminado muchos años entre olivos, no como esparcimiento sino por trabajo. Y sé que soy un privilegiado por ello.

Ignacio Torres, con la inspiración de las evocadoras fotografías de Sebastián Chica, nos cuenta el respirar y el vivir de la campiña, en Andalucía, cerca del Guadalquivir. Es un canto emocionado a la tierra y los seres que la pueblan: a los trigales, también a los olivos, hasta a las humildes malezas que se desprecian (trasunto de los desheredados del mundo), y también a las personas que con el sudor de su esfuerzo han cultivado y recogido los frutos de esa tierra bendita. Aunque apenas hayan disfrutado de ellos (otros se los llevaron), sólo lo mínimo para continuar su pugna por la supervivencia, por amarrarse a la áspera vida, como una humilde hormiga que recorre desfiladeros y simas tremendas entre terrones llevando el sustento honestamente ganado a su vivienda.

“La canícula es inmisericorde y el trigo está en

sazón, presto para la siega. El sol ciega los ojos de

los segadores y perla sus frentes de un jugo

amargo que lubrica de sal su piel; la hoz empuñada

y la ira contenida. Sólo el hombre y sus

silencios, aplicado a su labor. El pan es de otros; la

hacienda del pobre es el polvo y la tierra de sus

alpargatas”.

Se va entretejiendo el canto a la campiña, con su generosidad maternal, sus sembrados que se crían para bien del hombre, con una conciencia social y política que eleva la voz contra las injusticias (la pobreza, el abuso de los poderosos, la indefensión de los que sufren…). Es una misma voz la que hilvana esos cantos, embebida en la belleza de la naturaleza (no siempre bella, no siempre suave, pero sobrecogedora hasta en lo terrible).

Es esa denuncia más un testimonio, un recuerdo del pasado, al menos en lo que se refiere a la siega, pues el trabajo que antes realizaban cuadrillas de jornaleros ahora lo realiza un trabajador en solitario:

“Atrás quedaron los tiempos (¿ubi sunt?) de

Segar, agavillar, barcinar, trillar… de trabajosa faena en grupo de

segadores con el cigarro en los labios secos y agrietados, de

silencios y rencores compartidos, de sol inclemente y largas

peonadas. Ahora es labor solitaria de operario moderno

con cosechadora con aire acondicionado, reproductor musical-

desde Los Marismeños a un dj Ibicenco de moda, según edad y

gustos- y, sobre todo, siega mecánica y funcional. Faena rápida

y, como los feriantes, recogida de maletas y… hasta la siguiente

feria”.

¿Y por qué recordar lo que ha pasado? Porque, precisamente, en este mundo de cambios radicales y seguridades efímeras (si es que alguna vez hubo alguna seguridad) la memoria es una digna ancla para no olvidar lo esencial. Vale decir, la dignidad de la tierra, de la naturaleza a la que debemos respeto y veneración, no menos que al recuerdo de quienes no tuvieron presente, vida, para que otros pudieran tener un futuro y, ay, despreciar sus anodinas horas y quejarse sin ponderar lo que valen.

Laten versos que condenan la guerra, la pasada (Belchite se llama el poema), que siempre remite a las presentes. Hay un tono político, pero lejos de una política cuya brújula sea el poder o los dineros, sino un sentir del desarraigo y el dolor en que consiste ser humano; el penúltimo grito de indignación, el escupitajo en el rostro de los señores de este mundo, antes que la bala (real o metafórica) sin piedad se abata sobre el insolente que osa poner en cuestión las razones (sinrazones) del tinglado. Decía Camus que podía aceptar cualquier proposición siempre que pudiera llevarse a sus últimas consecuencias. Y así cualquier perspectiva, tanto da que sea de izquierdas, derechas, centro o diagonal, si se olvida del discurso de los hunos y los hotros, de la ilusión del ajedrez político (no es más que un juego pueril, y cruel), no tiene más remedio que remontarse hasta los que manejan las marionetas y trampantojos (a los que llamamos políticos y gobernantes). Esos que desde la seguridad (también efímera, pues todo muere) de sus riquezas y bicocas navegan en la ilusión del mando omnipotente. Nada noble y sagrado crece en esos secarrales, olvidémoslos.

En estos versos auténticos, que trasminan por la hipocresía, la posverdad y cuantas menudencias pugnan por atraer nuestra fatigada y prostituida atención para llegarnos como agua clara y vivificadora, hay, también, un dardo para lo divino. Cuyo silencio (más bien ceguera, aquí) en un mundo tan manchado por el mal inquieta y acongoja el alma. Nos avisaba Juan de Mairena, personaje de Antonio Machado, de que desconfiemos del pueblo que no blasfema, porque no es sincero. Ignacio Torres no blasfema, pero sí que es sincero, en su interlocución a la divinidad (tanto da si es real o no, pues los resultados de la creencia o la increencia sí lo son):

“En verano el cielo de la campiña es una bóveda

amable que nos protege de las miradas de un dios

ajeno. Es una mampara que cubre nuestras

intimidades de curiosidades celestiales y nos adentra

en nosotros mismos, nos dice humanos y nos marca

el límite que no debemos traspasar. Me gustaría

morirme echado sobre el campo y con la vista

congelada, dirigida a esa bóveda que nos separa del

todo o de la nada, de la mirada indiscreta de un dios

ajeno o de la ceguera más absoluta”.

Despido este comentario con versos del autor que nos llevan, una vez más, aunque en este caso de forma aún más perentoria, a la comunión con la tierra, al reconocimiento profundo de cuanto le debemos:

“Al fondo, en el horizonte lejano, no hay puerta de

salida. Avanzas con la angustia de saber qué hay más allá, si

entre cielo y tierra existe una fisura, un punto en que se

hayan despegado, un descosido oportuno por donde

escapar. Pero no, mejor quedarse quieto, dejar que la

quimera se marche y los pies se afirmen en la tierra, que tu

cuerpo sea generosa ofrenda a la campiña; ella que ha

dado tanto merece la recompensa de tu savia. Ser tú y ella

una misma cosa. Recuerda, hombre, que polvo eres y al

polvo volverás…”

La divina geometría, Jaime Buhigas Tallón

Nos enseñan a pensar y a conocer a través de la especificación y la especialización, lo cual no es malo, ni mucho menos, es natural y necesario. Sin embargo, no es suficiente. Cualquier sabio de la antigüedad, desde un sacerdote de Heliópolis a un astrólogo babilonio, desde un arquitecto ateniense a un asceta del monte Carmelo, entendería que nuestro modo de acercarnos al conocimiento es sencillamente incompleto. Porque ellos supieron que cualquier plenitud no se alcanza sino con una unión de opuestos y que, por lo tanto, cualquier conocimiento específico, y por lo tanto parcial, ha de ser siempre acompañado de un conocimiento integral, es decir, global. Sólo en la confluencia de ambos está el verdadero y único conocimiento.

Jaime Buhigas Tallón, La divina geometría, Introducción.

Discúlpeme el lector por una cita introductoria tan larga. En realidad, puesto que es del autor y de la obra que nos ocupa, es mucho más elocuente que lo que viene a continuación. De modo que, si no dispone quien lea estas razones de mucho tiempo, puede acabar aquí su escrutinio: esa ciencia a la que alude Buhigas como la que conecta saberes dispares y alumbra la unión de los opuestos no es otra que la geometría.

En este apasionante libro, por su interés inherente, y por la pasión que pone el autor en animarnos a ver, se nos va a guiar en el descubrimiento y contemplación (para más tarde, quien lo desee, seguir buscando) de ciertas leyes, aspectos, constantes de la geometría. Que hilvanan cosas tan dispares como la estructura del Partenón, las catedrales medievales, las pirámides, el patrón de crecimiento de las plantas, de los remolinos, y de las galaxias, entre una lista interminable de seres y procesos.

Veamos cuáles son esos principios presentes en tantas proporciones de cuanto nos rodea: la raíz de 2, la raíz de 3, la raíz de 5, la sección áurea.

Pero antes de adentrarnos en esas proporciones, enseñarnos cómo trazarlas de forma sencilla, etc. el autor nos sitúa ante un paso fundamental. Se trata de ver los números de otra manera, no como meras cantidades sino como elementos cualitativos que desbordan la mera dimensión cuantitativa. “Más allá  de la sencillez cuantitativa de un número, viven dinámicas elementales del universo entero, patrones de comportamiento, esencias primigenias y absolutas que por su originalidad -entendida como relación con el origen- nos pasan desapercibidas”, se nos dice en la página 61. En otros tiempos se cultivaban ciencias esotéricas que atendían al misterio y la sabiduría a la que apunta el número, pero no es necesario que nos sumerjamos ahora en tales mares. “Baste descubrir y aceptar el carácter polifacético de los números, su utilidad innegable, tanto para la ciencia como para la música, el arte y la propia filosofía”.

Jaime Buhigas es un notable pedagogo. Así, “pedagogos” llamaban los romanos (aunque es término griego) a quienes acompañaban a los niños al colegio (y después les ayudaban con los deberes). De igual modo nos acompaña este desvelador de maravillas por un camino, el de las matemáticas, que a muchos se nos hizo intransitable en su momento. Es capaz de hacer atractivo el estudio de fórmulas y relaciones numéricas que de otro modo se nos harían tediosas, que no lograrían concernirnos, involucrarnos. Algo que sí consigue el autor.

Una vez apuntados varios medios para caminar por esa vía de un modo más comprensible, y sugeridos los posibles ramales que se abren por doquier, el libro se cierra con la invitación a continuar esa fascinante exploración. De modo alguno termina esta obra de un modo cerrado y concluso. De hecho, no termina, si el lector quiere. Leemos al final unos interrogantes con los que se suscitan esos posibles pasos en la senda del misterio (que es todo conocimiento). Con dos de esas preguntas terminamos (¿terminamos?) este comentario de hoy:

“¿Cuál es el esquema general del laberinto?”

“¿Cómo se fragmenta en él la unidad?”

A book of life, Peter Kingsley

Please be very careful of this book. Watch out. Don’t trust it for a moment or take the slightest thing for granted. Take enough time to get to know it. And far better, give it all the time it needs soit can get to know you.

Peter Kingsley, A book of life.

Este es el ultimo libro de Peter Kingsley. No sabemos si escribirá más. No sabemos muchas cosas. En especial sobre nuestro pasado, al que ha dedicado su vida y obra este buceador infatigable de los abismos. El pasado, que parece algo cerrado, concluido, nos depara, no obstante, muchas sorpresas. Nuestro futuro, y nuestro presente, dependen de él. Como nos ha mostrado Kingsley hasta la saciedad, a menudo los eruditos proyectan sus prejuicios (no solo su ignorancia) sobre el pasado. Y entonces urge escuchar con la máxima atención la voz de los antiguos, su propia voz (que es la nuestra).

En este último libro, al menos de momento, el autor inglés nos habla de sus búsquedas, y de su propio pasado personal, lo cual siempre es arduo. Es este un libro desafiante (aún más que los anteriores suyos), precisamente por ser el más personal. Quizá no exige ser creído pero sí, al menos, ser escuchado con plena atención y respeto. Lo cual requiere importantes dosis de humildad. Yo no tengo la suficiente humildad pero aun así lo he leído (la vida es corta), pues para mí era capital hacerlo, trasegadas ya las demás páginas del filólogo, historiador y filósofo inglés. Hay libros que, aunque uno no pueda leer, debe leer.

¿A qué tanta prevención?, dirá el sufrido lector de estas razones. Porque en la obra que hoy me trae por aquí se cuentan hechos imposibles, que escapan del marco de cuanto es razonable, sensato. Lo razonable, hasta para las personas religiosas, es no creer en según qué cosas, sino guardar una sana distancia. Lo cual no me parece mal en absoluto, de hecho una de las ventajas que trae el escepticismo es la cantidad de personas que aleja de ciertas prácticas ocultistas de consecuencias nefastas para su salud mental. El escepticismo es, en su origen etimológico, duda, prudencia, no negación pura y simple de algo, como ha terminado significando de forma predominante. 

Pero… Pero para ciertas gentes un poco locas (o mucho) entre quienes me cuento, la realidad, aunque lo razonable pueda ser útil, supera de forma infinita lo razonable, lo útil, sensato, medible, lo que cabe en nuestro entendimiento humano. Quizá por eso acojo todo lo que narra Kingsley como posible, dentro de la lógica desmesurada, tempestuosa, mágica, sin límites, de lo real.

Las palabras usuales, los actos usuales, son aguas que no calman la sed, sino que la agravan. Solo las palabras originarias, que llevan en sí el origen, pueden calmar nuestra interminable sed. Son las palabras, las aguas, que atesora cada tradición, llenas de fango, piedras, ramas y todo tipo de residuos que deben filtrarse y decantarse para recobrar su pureza. Dejar a un lado las palabras que nos hablan de enemigos, guerras, intereses de tribu, ritos propiciatorios para que Dios sea indulgente con nosotros y vengativo con los otros. Quedarnos con la esencia que puede ofrecerse a cualquiera. Como cualquier río limpio del mundo (si queda alguno) entrega sus aguas a quien llega a sus orillas, sin preguntar de dónde viene. Las palabras más verdaderas son las más enigmáticas, y al mismo tiempo las más simples. Las flechas de amor que se clavan en el corazón de un pueblo, y al mismo tiempo las más universales. Las que son tan bellas y certeras que duelen.

Kingsley nos ofrece un alegato del dolor como lanzadera hacia el conocimiento profundo y la sabiduría. Hemos de desconfiar de las enseñanzas luminosas, descremadas e impolutas propias de la Nueva Era. El verdadero conocimiento es doloroso, incómodo, recorre angustiosos senderos en la sombra. Repasando las ordalías que ha tenido que superar el escritor inglés, que casi le cuestan la vida en más de una ocasión, uno se acuerda enseguida de la enfermedad chamánica. Esa que el futuro chamán, el futuro hombre medicina, o mujer medicina, ha de superar para poder después sanarse a sí mismo y a los demás. Solo quien está, o ha estado, herido puede curar el cuerpo y el alma.

Por eso hay dolor en el mundo, porque es la verdadera palanca, la lanzadera espacial que nos impulsa, desde la oscuridad, el dolor y la soledad, a las estrellas. Desde este enfoque, el autor reconoce, pues lo ha vivido muchas veces, el potencial transformador y espiritual que hay en la depresión. En lo cual coincide plenamente con los profesionales de la llamada psicología transpersonal (cajón de sastre en el que hay gente seria: Grof, Manuel Almendro, Assagioli, Vaugham…).

Hay una vindicación del dolor, del reconocer nuestro quebrantamiento, la ruptura que es nuestra vida, que resuena con el cristianismo, el dolor es el combustible que permite la metanoia, la transformación interna. Aunque Kingsley defiende también el mensaje olvidado y perseguido de los cristianos gnósticos, más cerca de la experiencia iniciática que de la fe, aunque no tienen porqué excluirse entre sí. Acude a mi memoria el recuerdo de los valentinianos, aquellos gnósticos que trataban de aunar e integrar ambos caminos. Pues asistían a los sacramentos de los cristianos más “ortodoxos” desde el punto de vista actual, al tiempo que mantenían sus propias ideas religiosas y sus rituales místicos, considerando que estos se adentraban más profundamente en el interior.

A book of life es, entre otras cosas, un libro sobre la vida de Kingsley, lleno de recuerdos de experiencias muy particulares, visiones, sueños… Y es también un libro de La Vida, de forma que ambas (la vida de Kingsley como La Vida universal) se tejen en una madeja inextricable, de cariz profético, revelador.

El hilo que entrelaza los acontecimientos, vivencias e intuiciones narrados tiene que ver con que nuestra civilización occidental, el mundo mental y emotivo que habitamos, se ha terminado (ya lo dijimos al comentar Catafalque). No es que el fin se aproxime, es que ya fue. Toca hacer las maletas pues el viaje se aproxima. El problema es que no sabemos adónde nos lleva tal viaje. La respuesta, sin embargo, no podemos encontrarla preguntando a los próceres y políticos, tan extraviados como nosotros, ni en ninguna autoridad exterior. La respuesta está, para nosotros, en las raíces griegas e iniciáticas de nuestra cultura, eso comentó a Kingsley un nativo americano, muy consciente de este tránsito (porque considera que su tradición tiene pendiente justo lo mismo, volver a las raíces). La respuesta está en aquellos fundadores (Pitágoras, Parménides, Empédocles…), yace en los “oscuros lugares” de los que nos hablaba Kingsley en uno de sus primeros libros. Esa oscuridad de la cual surgieron las luminarias de nuestra cultura, que hicieron posible la ciencia, la tecnología, la existencia de nuestros móviles, ordenadores… Esa oscuridad que está dentro de cada uno de nosotros, ese reino al que nadie quiere ir donde se esconden los tesoros de la justicia, la verdad y la eternidad.

Catafalque, Peter Kingsley

Este solemne catafalco está armado para las exequias de nuestra civilización occidental, que ha muerto (para Kingsley no es que se esté muriendo, es que ya murió).

Entre otras muchas cosas, tal obra monumental recupera un Jüng más aproximado al real (uno lo ve a menudo respirando y caminando por estas páginas, es el gran protagonista de este provocador libro). Un ser más extraño, selvático, indómito, generoso y humilde hasta el dolor… Un profeta que quizá nunca será tenido por tal porque occidente ya no escucha a los profetas, no los ve, ni los espera. Nos sale al encuentro, digo, aquel Jüng que se podía entrever en Recuerdos, sueños, pensamientos, donde hay más lugar para confesiones, confidencias, y revelaciones. El problema es que incluso ese Jüng fue manipulado, limadas las garras, espolones y el pico del águila para que no desgarre ni despedace a quien se aproxime a ella, sino que disfrute de un agradable paseo en un zoológico donde no hay lugar para lo salvaje, vale decir, para la vida.

Y Kingsley es capaz de convencer a sus lectores de esto con la acostumbrada profusión de notas a pie de página corregida y aumentada. Hasta el punto de que Catafalque es un libro en dos volúmenes (de más de cuatrocientas páginas cada uno), y el segundo está dedicado exclusivamente a las largas anotaciones y bibliografía específica de cada pasaje. Kingsley puede ser un místico, pero un místico que trabaja de forma terrenal, y mucho, cada una de sus piezas, en las que se aúnan las intuiciones luminosas con el rigor. Sin duda alguna es un personaje de otra época, de la Antigüedad, del Renacimiento… Y, a pesar de tener una legión de fieles, no creo que sus contemporáneos lleguemos a rozar siquiera un atisbo de aquello que sus palabras evocan. Para ello es necesario algo demasiado exigente para nosotros, un compromiso completo, definitivo, con lo real, con lo más profundo que alienta en lo real. Pero no es culpa nuestra, solo es que no hemos sido adiestrados para reconocer los diamantes entre los guijarros del desierto. Solo vemos un confuso brillo en nuestra ardiente e interminable marcha sin rumbo.