ROBINSON CRUSOE

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Este es el primer libro que leí en la infancia (al menos es el primer libro largo e importante que recuerdo). Tendría unos cinco o seis años y fue una especie de revelación. Fue una gran enseñanza la del tipo que se sobrepone a la desgracia, a la soledad, al abandono del mundo y construye, paso a paso, con inteligencia y suerte, su casa fortificada, un huerto, un corral para los animales. Crusoe era capaz de confeccionar su propia ropa, su propio pan (cultivando el trigo, segándolo, haciendo la harina…). Y yo le creí.

El relato es tan verosímil, en líneas generales o así me lo pareció entonces, que no tuve dificultades para sumergirme en él y convertirlo casi en un tótem. Desde niño soy más bien solitario y por eso simpaticé pronto con el gran solitario de la literatura, si bien este personaje es solitario por narices, no por elección propia. La mayor parte de los solitarios pretendemos deleitarnos con la soledad cuando podemos y buscar la compañía humana cuando nos place.

Por eso la soledad buscada es un lujo barato y delicioso, siempre que sea uno mismo quien lo quiere. Cuando la vida te aísla, el silencio se vuelve inquietante, las paredes de tu casa ríen como fantasmas viejos. Y el viento, cuando uno sale afuera, a la intemperie, ulula triste y cansado, arrastrándose. El bueno de Robinson Crusoe, que no quería estar solo ni arrastrado por todos los demonios, termina cogiéndole el gustillo a eso de hacer de su capa un sayo. A hacer lo que le da la gana sin que nadie le corrija ni regañe, vaya.

Por eso cuando Viernes irrumpe en su vida, exactamente un viernes, al principio siente una emoción inextinguible por volver a oír sonidos humanos. Le adopta como ayudante, sirviente, secretario y amigo. Pero más adelante vienen los conflictos, la vida social tan puñetera siempre, y se arrepiente un poquito de haberlo salvado de los come-gente. Sin embargo el cabreo no le dura mucho y se arreglan de alguna manera porque es magnífico poder discutir, criticar, agobiar y sermonear a alguien después de 25 años de monólogo.

Luego Crusoe consigue que lo vea un barco, regresa a la civilización y se casa. Por si alguien pensaba que lo suyo con Viernes llegó a mayores. No consta en el relato pero vaya usted a saber. Daniel Defoe, como todos los escritores, tenía un control limitado de lo que hacían sus personajes y no estaba las veinticuatro horas observándolos. El hombre tendría asuntos que atender, qué sé yo, leer la Biblia, comerciar, huir de sus acreedores, pagarles. Su vida fue bastante movidita.

La idea para su náufrago de novela se la sirvió en bandeja la realidad misma, que es la mayor y mejor inventora de ficción: Alexander Selkirk, marino escocés, pirata y buscavidas, fue abandonado por sus compinches de trajines filibusteros en la isla Juan Fernández. Le dejaron un cofre con, ojo al dato:

alimentos para dos días, ropa, mantas, una tetera, un fusil, varias libras de pólvora, un cuchillo, una pipa y tabaco, un hacha, instrumentos de precisión, libros de náutica y una Biblia.

Vamos, ya puestos a ser náufragos mejor ir preparados. En aquella isla vivió el atribulado pirata cuatro años y cuatro meses. El astuto escocés pasó incontables fatigas los primeros meses pero se curtió, combatió la soledad con el ejercicio físico y la lectura de la Biblia; construyó su cabaña, domesticó animales, llevó la cuenta del tiempo transcurrido… Más o menos como el protagonista del libro que tenemos entre manos pero éste último, Robinson, preparado por la experiencia ajena y más chulo que un ocho, resistió unos treinta años sin el paraguas paternal (o maternal) de la sociedad. Muchos años después Tom Hanks se volvió majareta y se puso a hablar con un coco pero esa historia la conocen ustedes bien. O a lo mejor no; es posible que sólo conozcan el libro y no la película. Hay gente para todo.