Si alguien me arrebatara mi pequeña biblioteca de apenas doscientos libros y me ofreciera conservar cinco, sin duda este del que les voy a hablar hoy sería uno de ellos. Cuando lo leí atravesaba una época turbulenta, y de inflamado interés por lo interior, lo espiritual. Apenas hacía un par de años que había terminado de estudiar filosofía en la facultad y parecía que habían transcurrido diez. Estaba harto de la filosofía, de la arrogancia de tantos filósofos y científicos que desprecian o distorsionan lo invisible desde su racionalismo materialista; y de la ingenuidad de los idealistas, que han pretendido captar, desde las limitaciones de la razón, lo que, por ser más sutil, escapa a sus redes. La filosofía se quedaba muy corta para satisfacer mi afán de conocimiento.
Ya había disfrutado con la profunda y sensata sencillez del zen de la mano de Alan Watts y otros autores, leyendo, meditando yo mismo para que la cosa no se quedara en vana teoría… Había leído el Tao te king, prodigio también de sencillez y sabiduría. Y pasé por otras muchas lecturas y experiencias que no viene al caso nombrar. Como digo, navegaba lejos de la filosofía, o eso pensaba yo. Cuando tropecé con este libro me encontré con un filólogo, su autor, dispuesto a presentarme, desde otro punto de vista, a un viejo conocido: Parménides de Elea. No estaba preparado para leer lo que esta obra singular guardaba para mí. Porque el libro hablaba de mí, de todos nosotros en cierto modo. Algunos de ustedes quizá conozcan la sensación de leer un libro que, casualmente o no, sintoniza con el estado de ánimo, con las emociones o ideas que uno tiene en ese momento de su vida, y de algún modo dialoga con nosotros.
Los clásicos tienen un poder singular para lograr esto porque hablan de los grandes temas, y ya había sentido esa sensación, pero no del modo volcánico que provocó entrar en Los oscuros lugares del saber. Parménides, al que quizá recuerden alguno de ustedes por haberlo estudiado en los albores de la adolescencia con los demás presocráticos, no era el adusto filósofo racionalista que me pintaron entonces como el fundador de la lógica occidental. Es decir, no sólo fue filósofo y experto en lógica, sino algo más que eso. Fue un maestro espiritual, y el poema en el que expresaba su filosofía (que ha traído de cabeza dos mil años a los investigadores), un encantamiento destinado a que quien lo oyera accediera a un nivel distinto de consciencia. Para que, conducido por las hijas de la Noche, entrara en el ‘otro lado’, en el mundo superior inextricablemente ligado a este de abajo. Y no del modo que pretendía Platón, es decir con razonamientos, con la dialéctica, sino con una experiencia personal, vibrante, de las que dejan huella indeleble (la experiencia de los antiguos misterios). El provocador retrato que nos ofrece Kingsley del eléata lo aproxima a un maestro del vedanta, el sufismo, el zen… A un artista de la paradoja.
Los pitagóricos, hermanos de espíritu de Parménides y compañeros de viaje vital, eran tremendamente prácticos. Sus intereses abarcaban desde lo metafísico a las aplicaciones prácticas y técnicas de las matemáticas para crear objetos cotidianos y útiles. No eran místicos tal y como entendemos hoy el término. Es decir, ellos habitaban muy conscientemente el mundo pero no eran del mundo, parafraseando una frase sufí. Pese a lo que se ha escrito sobre el dualismo órfico y pitagórico y la separación radical entre cuerpo y alma, es una incomprensión más acerca de ellos. Esa cesura radical se la debemos más bien a Descartes en el siglo XVII (y también tiene eso sus propios matices, véase al respecto Psicología del caos, de M. Almendro). Antes de Cartesius el dualismo siempre terminaba confluyendo antes o después en la no-dualidad. El cuerpo no era despreciado, se desconfiaba de los sentidos, pero también se usaban como puerta de entrada a lo innombrable.
Hay indicios muy fundados de que Parménides era sacerdote de Apolo, y guiaba un proceso curativo e iniciático en unas cuevas, oscuros lugares, a quienes se decidieran a ello. No tenían más que echarse en un lugar adecuado y esperar en silencio hasta entrar en ese estado distinto que no es sueño ni vigilia. Hasta que terminaba por tener un sueño, una visión, o lo que fuera, que los vinculaba con el dios, y se producía la curación.
Un proceso chamánico que muy pronto comenzaron a despreciar los médicos seguidores de Hipócrates, que confiaban más en sus técnicas digamos ‘científicas’. Pero lo que ocurría a esas personas en la oscuridad de las grutas iba mucho más allá de la enfermedad y la curación. Afectaba a quiénes eran, qué sabían de la vida, la muerte y la realidad. Podríamos llamarlo ‘filosofía’ a condición de que no pensemos solo en la filosofía actual sino en la original, esto es, una escuela de vida, una preparación para la sabiduría. El amor por el saber, y no la discusión sobre el amor al saber, que es lo que tenemos ahora en los institutos y facultades, aunque pueda andar lo primero por allá, y ande, entre bastidores.
¿Pero qué es esa experiencia tan extraña, la experiencia iniciática? Lo que hace es enfrentarlo a uno con sus miedos más arraigados (sobre todo a la muerte). La mística, el autodescubrimiento, el conócete a ti mismo, pone entre paréntesis nuestras ideas, creencias, y nos confronta con el Todo, nos enseña que cada uno de nosotros somos el Todo. Para un ateo esa totalidad es el universo físico, para una persona religiosa será Dios.
El fin último de ese proceso es que salgamos del pequeño mundo que nos marca nuestro yo, y nos dejemos abrazar por lo que nos supera. Comenta el filósofo Salvador Pániker que la mística de oriente y occidente, la cristiana, sufí, judía, hindú, cualquiera, tiene el mismo objetivo, superar el ego, identificarse con algo superior, se llame como se llame. Si alguien se identifica con el universo en su totalidad muere con menos angustia porque sabe que, dado que es, forma parte del universo, seguirá existiendo de alguna manera, aunque sea como moléculas que asciendan al espacio y naveguen entre las estrellas por su impensable extensión. Personalmente, pienso en algo muy distinto cuando hablo de lo iniciático y espiritual pero cada cual es cada cual. Libre incluso para desdeñar cuanto digo.
Merece la pena prestar atención un momento al propósito y el empeño de esas personas extraordinarias, esos sabios fundadores cuyo recuerdo está tan difuso como tergiversado. Entonces todo cambia. La vida, la muerte, el dolor, la incomprensión, adoptan nuevos papeles en la tragicomedia del mundo.
En cualquier caso, esto son solo palabras. Como dice Peter Kingsley, las antiguas palabras de los sabios que se conservan en manuscritos, piedras, tablillas…, no nos dirán nada si no ponemos nuestro propio ser en el empeño por entenderlas. Nosotros, cada uno de nosotros, es el ingrediente que falta. Cuando se añade ese ingrediente, las antiguas y olvidadas palabras florecen como una semilla que llevara muchos siglos esperando en el desierto la milagrosa caída de la lluvia.