Filosofía Antigua, misterios y magia. Empédocles y la tradición pitagórica. Peter Kingsley

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¿Qué pasaría si en oriente se hubiera guardado una visión más cabal de las enseñanzas de Empédocles y otros maestros de la filosofía originaria? Si la investigación de Peter Kingsley es correcta la respuesta a la anterior pregunta es un gran . El filósofo británico trabajó duro para escribir este libro, como es habitual en él. Sus conclusiones beben de estudios filológicos, filosóficos, geográficos, mistéricos, simbólicos…

Fiel a su método, busca comprender a los sabios por él estudiados viéndolos en su propio contexto histórico, físico, vital. En su libro, y de la mano del autor, vamos viendo que esa no ha sido de ninguna manera la actitud predominante en los estudiosos. Estos se arrojaban sobre el texto y, sin prestar una atención suficiente y cuidadosa a esos detalles contextuales, proyectaban todos sus prejuicios racionalistas y no permitían que el mensaje implícito, de hondo poder transformador, les llegara.

Volviendo a lo planteado en la pregunta inicial, es cierto que durante siglos circularon tradiciones orales muy importantes sobre varios de los llamados filósofos presocráticos. Esto fue en Persia y otras zonas del cercano oriente. Topamos aquí con un obstáculo incómodo para el historiador de pulcra formación científica. Para ellos lo que no está escrito (o no ha dejado algún tipo de huella física) no significa nada. Así, las tradiciones doxográficas se observan, analizan y cotejan con lo escrito. Y se guarda una prudente distancia respecto a ellas. Lo cual es sensato (para un estudioso). Es lo que debería hacerse respecto a lo que decían Platón y Aristóteles de sus mayores, los primeros filósofos. Sin embargo, tanto al ateniense como al macedonio se les otorga un crédito enorme. Con frecuencia sus opiniones y aseveraciones poseían para los académicos tan formidable autoridad que valían para explicar el pensamiento de los presocráticos tanto como si cada uno de estos últimos lo hubieran escrito de su puño y letra. Y por ahí han venido gran cantidad de malentendidos.

Peter Kingsley, con paciencia y muchas lecturas, con sagacidad y luminosa “mêtis” (astucia, pillería, clarividencia) va retirando con su escalpelo capas y capas de prejuicios, malentendidos, distorsiones… Hasta presentarnos lo más parecido a las ideas originales que Empédocles plasmó en sus misteriosos versos, cuya recitación transportaba (¿y transporta?) a ignotas regiones del alma. Sus palabras, decía el profeta siciliano, son semillas que se plantan en el corazón del discípulo. Y que germinarán en un conocimiento vital y transformador. No eran meras fórmulas teóricas, meras hipótesis, sino bombas para dinamitar lo antiguo y hacer crecer lo nuevo.

Así era la verdadera magia antigua, que hoy devaluamos asignando su nombre a juegos que buscan engañarnos. La magia de Empédocles, que muchos siglos después llamarán “teúrgia” los nuevos platónicos, no estaba destinada a engañarnos sino a sacarnos del engaño que es la visión aparente y superficial de las cosas, de la vida.

[Quien se atreva a internarse en el dédalo de pistas, deducciones y averiguaciones que es este libro quizá se quede al final, convencido ya del misterio y poder que envuelve al protagonista, deseando conocer más. Su curiosidad se verá saciada ampliamente cuando lea Reality, del mismo Peter Kingsley. Ya hay traducción al castellano, Realidad, también en la editorial Atalanta]

EN LOS OSCUROS LUGARES DEL SABER, DE PETER KINGSLEY

en los oscuros lugares del saber

Si alguien me arrebatara mi pequeña biblioteca de apenas doscientos libros y me ofreciera conservar cinco, sin duda este del que les voy a hablar hoy sería uno de ellos. Cuando lo leí atravesaba una época turbulenta, y de inflamado interés por lo interior, lo espiritual. Apenas hacía un par de años que había terminado de estudiar filosofía en la facultad y parecía que habían transcurrido diez. Estaba harto de la filosofía, de la arrogancia de tantos filósofos y científicos que desprecian o distorsionan lo invisible desde su racionalismo materialista; y de la ingenuidad de los idealistas, que han pretendido captar, desde las limitaciones de la razón, lo que, por ser más sutil, escapa a sus redes. La filosofía se quedaba muy corta para satisfacer mi afán de conocimiento.

Ya había disfrutado con la profunda y sensata sencillez del zen de la mano de Alan Watts y otros autores, leyendo, meditando yo mismo para que la cosa no se quedara en vana teoría… Había leído el Tao te king, prodigio también de sencillez y sabiduría. Y pasé por otras muchas lecturas y experiencias que no viene al caso nombrar. Como digo, navegaba lejos de la filosofía, o eso pensaba yo. Cuando tropecé con este libro me encontré con un filólogo, su autor, dispuesto a presentarme, desde otro punto de vista, a un viejo conocido: Parménides de Elea. No estaba preparado para leer lo que esta obra singular guardaba para mí. Porque el libro hablaba de mí, de todos nosotros en cierto modo. Algunos de ustedes quizá conozcan la sensación de leer un libro que, casualmente o no, sintoniza con el estado de ánimo, con las emociones o ideas que uno tiene en ese momento de su vida, y de algún modo dialoga con nosotros.

Los clásicos tienen un poder singular para lograr esto porque hablan de los grandes temas, y ya había sentido esa sensación, pero no del modo volcánico que provocó entrar en Los oscuros lugares del saber. Parménides, al que quizá recuerden alguno de ustedes por haberlo estudiado en los albores de la adolescencia con los demás presocráticos, no era el adusto filósofo racionalista que me pintaron entonces como el fundador de la lógica occidental. Es decir, no sólo fue filósofo y experto en lógica, sino algo más que eso. Fue un maestro espiritual, y el poema en el que expresaba su filosofía (que ha traído de cabeza dos mil años a los investigadores), un encantamiento destinado a que quien lo oyera accediera a un nivel distinto de consciencia. Para que, conducido por las hijas de la Noche, entrara en el ‘otro lado’, en el mundo superior inextricablemente ligado a este de abajo. Y no del modo que pretendía Platón, es decir con razonamientos, con la dialéctica, sino con una experiencia personal, vibrante, de las que dejan huella indeleble (la experiencia de los antiguos misterios). El provocador retrato que nos ofrece Kingsley del eléata lo aproxima a un maestro del vedanta, el sufismo, el zen… A un artista de la paradoja. 

Los pitagóricos, hermanos de espíritu de Parménides y compañeros de viaje vital, eran tremendamente prácticos. Sus intereses abarcaban desde lo metafísico a las aplicaciones prácticas y técnicas de las matemáticas para crear objetos cotidianos y útiles. No eran místicos tal y como entendemos hoy el término. Es decir, ellos habitaban muy conscientemente el mundo pero no eran del mundo, parafraseando una frase sufí. Pese a lo que se ha escrito sobre el dualismo órfico y pitagórico y la separación radical entre cuerpo y alma, es una incomprensión más acerca de ellos. Esa cesura radical se la debemos más bien a Descartes en el siglo XVII (y también tiene eso sus propios matices, véase al respecto Psicología del caos, de M. Almendro). Antes de Cartesius el dualismo siempre terminaba confluyendo antes o después en la no-dualidad. El cuerpo no era despreciado, se desconfiaba de los sentidos, pero también se usaban como puerta de entrada a lo innombrable.

Hay indicios muy fundados de que Parménides era sacerdote de Apolo, y guiaba un proceso curativo e iniciático en unas cuevas, oscuros lugares, a quienes se decidieran a ello. No tenían más que echarse en un lugar adecuado y esperar en silencio hasta entrar en ese estado distinto que no es sueño ni vigilia. Hasta que terminaba por tener un sueño, una visión, o lo que fuera, que los vinculaba con el dios, y se producía la curación.

Un proceso chamánico que muy pronto comenzaron a despreciar los médicos seguidores de Hipócrates, que confiaban más en sus técnicas digamos ‘científicas’. Pero lo que ocurría a esas personas en la oscuridad de las grutas iba mucho más allá de la enfermedad y la curación. Afectaba a quiénes eran, qué sabían de la vida, la muerte y la realidad. Podríamos llamarlo ‘filosofía’ a condición de que no pensemos solo en la filosofía actual sino en la original, esto es, una escuela de vida, una preparación para la sabiduría. El amor por el saber, y no la discusión sobre el amor al saber, que es lo que tenemos ahora en los institutos y facultades, aunque pueda andar lo primero por allá, y ande, entre bastidores.

¿Pero qué es esa experiencia tan extraña, la experiencia iniciática? Lo que hace es enfrentarlo a uno con sus miedos más arraigados (sobre todo a la muerte). La mística, el autodescubrimiento, el conócete a ti mismo, pone entre paréntesis nuestras ideas, creencias, y nos confronta con el Todo, nos enseña que cada uno de nosotros somos el Todo. Para un ateo esa totalidad es el universo físico, para una persona religiosa será Dios.

El fin último de ese proceso es que salgamos del pequeño mundo que nos marca nuestro yo, y nos dejemos abrazar por lo que nos supera. Comenta el filósofo Salvador Pániker que la mística de oriente y occidente, la cristiana, sufí, judía, hindú, cualquiera, tiene el mismo objetivo, superar el ego, identificarse con algo superior, se llame como se llame. Si alguien se identifica con el universo en su totalidad muere con menos angustia porque sabe que, dado que es, forma parte del universo, seguirá existiendo de alguna manera, aunque sea como moléculas que asciendan al espacio y naveguen entre las estrellas por su impensable extensión. Personalmente, pienso en algo muy distinto cuando hablo de lo iniciático y espiritual pero cada cual es cada cual. Libre incluso para desdeñar cuanto digo.

Merece la pena prestar atención un momento al propósito y el empeño de esas personas extraordinarias, esos sabios fundadores cuyo recuerdo está tan difuso como tergiversado. Entonces todo cambia. La vida, la muerte, el dolor, la incomprensión, adoptan nuevos papeles en la tragicomedia del mundo.

En cualquier caso, esto son solo palabras. Como dice Peter Kingsley, las antiguas palabras de los sabios que se conservan en manuscritos, piedras, tablillas…, no nos dirán nada si no ponemos nuestro propio ser en el empeño por entenderlas. Nosotros, cada uno de nosotros, es el ingrediente que falta. Cuando se añade ese ingrediente, las antiguas y olvidadas palabras florecen como una semilla que llevara muchos siglos esperando en el desierto la milagrosa caída de la lluvia.